viernes, 21 de febrero de 2020

Dulce corazón —Relato




¿Has sentido alguna vez un dolor tan profundo que creías verlo todo en rojo? ¿Has padecido una agonía tan extrema qué te ha llevado a desear estar muerto? ¿Te has despertado sudando, incapaz de discernir entre realidad y fantasía? ¿Un sonido terrible ha intentado desgarrarte el alma? ¿Y entonces te has dado cuenta de que era el ruido que hacías al gritar? Yo sí. Cada día. Cada noche. No hay diferencia. Toda mi existencia se ha convertido en una pesadilla de la que no soy capaz de despertar. Ningún ansiolítico cambiará eso, Elosegui. No de momento, y no tengo la menor idea de cuándo estaré listo para volver a vivir. Supongo que tienes derecho a saberlo, ya que has decidido jugártela por mí. Sigo sin entenderlo. No merezco la pena. Ya no.
Dejamos el coche destrozado en la cañada, convertido en un amasijo de hierros y miseria, que encajaba como un guante en el desolado paisaje. La inmundicia nos rodeaba. Un cementerio de cristales rotos y jeringuillas de agujas dobladas crecían en la tierra yerma, mudos testigos de incontables desgracias, vidas sesgadas de forma estúpida, tras sucumbir a los instintos más bajos. Los desfavorecidos morían aquí. Miré a Vanessa, o, mejor dicho, mis ojos escudriñaron a Liith, aquel ente maquiavélico que había devorado al amor de mi vida. Misma carcasa, pero espíritu diferente. ¿O tal vez eran mis sueños de juventud los que deformaban la realidad? En realidad, no importaba. La salvaría de igual manera. La agarré con fuerza de la mano, y tiré de ella como quién guía a un niño. Sangraba de forma abundante por una profunda herida que tenía en la sien. Su respiración era agitada, y se agarraba el pecho con desesperación. Su corazón debía ir desbocado. Nada que no esperase. Era una adicta. Una muerta en vida.


Nos adentramos por debajo de un puente hecho pedazos, entre los cuerpos de otros drogadictos que aún parecían mirar al cielo en busca de un rayo de esperanza que les sacará de una amarga realidad a la que no querían pertenecer. Las jeringuillas se agolpaban por el suelo de barro seco, y noté como ella quería arrastrarse sobre aquella perdición. No la dejé. Corrimos, tropezamos, desesperados por huir de una muerte que se cernía sobre nosotros como una terrible ave de presa. Los edificios en ruinas nos dieron la bienvenida, apenas visibles entre la maloliente basura. Elegí uno apartado, solitario como un viejo ermitaño, ajeno a las miradas procedentes de otros inmuebles. No quería a tiradores jugando con nosotros. Tendrían que entrar a cogernos. Subimos por las escaleras sudando. Dimos nuestro mejor esfuerzo, y apretamos los dientes, olvidando nuestras heridas y magulladuras. El último piso. No había otra posibilidad. Ambos lo sabíamos. Llegamos a un pasillo habitado por ratas de gran tamaño, que huyeron despavoridas cuando exhalé un grito desgarrador. Señalé la puerta del fondo, que aparte de ser la mejor estrategia, era la única que no colgaba de sus oxidados goznes. Las paredes parecían de papel. Los gemidos de los desesperados retumbaban en nuestros oídos. Era inútil tratar de ahogarlos. Penetraban en tu conciencia, aunque no quisieras escuchar. El piso estaba vacío. Cristales rotos, muebles quemados y suelo agujereado. Lo habitual. Eché las cortinas sobre los fragmentos de las ventanas. Arrastré un sillón con fuerte olor a orina y a heces hasta la puerta. No llegué a bloquear el acceso.
Me miró directamente a los ojos, sin rastro de la emoción que esperaba encontrar. Ni siquiera una disculpa velada, ni un lamento por usarme como una colilla. Esos sentimientos no cabían en su corazón. Era así desde hacía años. Entonces me percaté de dónde estaba el verdadero problema. No era ella. Vanessa estaba muerta, solo viva en mi memoria. Mi desmesurado ego esperaba obrar el milagro de la redención. Lilith no la quería. Solo deseaba permanecer en la oscuridad. Bajé la cabeza, avergonzado de mi presunción, y salí de la habitación con el sonido del mueble haciendo gritar al suelo mediante un chirrido estridente. Saqué mi pistola de la vieja chaqueta, vestigio de otra vida, de otro tiempo. Comencé a bajar por las escaleras, sin realizar ni el más leve sonido. El silencio fue roto por el ensordecedor rugido de las Harley Davidson. Ya estaban aquí. La triada no iba a dejar esto pasar de ninguna manera. Era malo para el negocio. No consentían desafíos. La adrenalina se adueñó de mis actos, mientras rozaba cada escalón. Todo sucedió muy rápido. Mi mente dejó de ver los viejos ladrillos desconchados y recubiertos de mugre. Dunas, montañas y colinas. Viento del desierto. Bombas y muerte. Todo era lo mismo. Cuerpos en fila para el matadero. Pero esta vez no tenía respaldo. Estaba condenado al fracaso. Muchos de ellos murieron. No respondían al fuego. Eso solo podía significar una cosa. Me estremecí mientras mis dedos sudorosos seguían apretando el gatillo. Una granada de humo estalló sobre mí, cegándome. Gritos en chino me apabullaron, y me llevaron al olvido.
Me desperté con un dolor atroz por todo mi cuerpo. Estábamos colgados del techo, desnudos, llenos de cortes por todas partes. Los traficantes nos observaban con los ojos rasgados, mientras reían alegremente. Uno de ellos sostenía una cámara de vídeo de 8mm. El cabecilla se acercó a Lilith y le preguntó con un marcado acento:
—¿Él o tú?
—Yo —se apresuró a responder, mientras me miraba de soslayo, esbozando una sonrisa a modo de disculpa. Un recuerdo del pasado, cuando aún era Vanessa. Su último acto. La última vez que pensó en alguien que no era ella.
La torturaron con una inquina y saña que jamás había visto ni en el frente. Sus gritos se metieron en mi cerebro y jamás salieron de allí. Lo filmaron todo entre risas y alguna raya ocasional. Duró horas y para mí sigue ocurriendo. Mi mente no salió de aquella habitación llena de mugre y desesperanza. Se quedó allí, con mi dulce corazón, junto a la única mujer que he amado alguna vez.



domingo, 16 de febrero de 2020

La huida —Relato



—No soy Vanessa.
Ella era una chica feliz, con una sonrisa perenne en su rostro de mármol. El tiempo pasaba de puntillas sin mancillarla, sin corromper ni su belleza ni su espíritu. Todo eran risas a su alrededor y un halo de felicidad envolvía a quiénes les rodeaban. Demasiado hermoso, demasiado fácil. Poderoso enemigo resultó ser el tedio. La algarabía se tornó en rutina, y dejó de apreciarla como el tesoro que era. El castillo de naipes que era su vida se vino debajo de forma repentina y dolorosa. Confundió valor y temeridad, aceptando retos absurdos solo por probarse a sí misma que podía hacer cualquier cosa. Deseó cambiar al diablo, ser la única en dominarlo y presumir de aquel logro imposible. La soberbia se reflejaba en el amargo espejo de la realidad. Fracasó. Se hundió en un mundo que consideraba pueril, propio de escoria. Se aferró a aquel oscuro ser con todas sus fuerzas, por miedo a verse repudiada y perderlo a él también.  Cayó al abismo, y apenas se mantuvo a flote entre dosis y dosis.
«No soy Vanessa»
Solo soy una apestosa drogadicta, tan mezquina y manipuladora como él. Todos me llaman Lilith. Un nombre adecuado para aquello en lo que me he convertido. Excepto él, quien conduce con el rostro desencajado, con un gesto imperturbable, sin rastro de emoción alguna en el rostro. Una mascara insondable recubre su faz, pero sé lo que hay bajo ella. Dolor. Tan profundo, tan hondo, que si se permitiese pensar en lo que está haciendo tendría que gritar tan fuerte que podría desgarrar hasta el firmamento. Sus manos conservan la sangre seca de mi víctima. No había tiempo que perder. Ellos se enterarían pronto. No tenían otra alternativa. ¿Quiero vivir? Ya no estoy segura. Quizá sería menos egoísta abandonar este mundo absurdo. Me duelen los ojos. Me arden y no es debido a falsas lágrimas compasivas. Mi víctima. Pero mis manos están limpias. Tanto como mi conciencia, inmaculada, sin rastro de remordimiento alguno. Él quiere a Vanessa, no a Lilith. Cree que está escondida en algún lado, suplicando ayuda. Un ruego que nadie más escucha.
«Amas a un cadáver, amigo Jon».


Mi salvador arquea las cejas mediante un gesto mecánico, que lleva toda la vida realizando. Sus finos dedos acarician el retrovisor interior, empecinado en ajustarlo de forma impecable. Su rostro palidece durante unos interminables segundos, a pesar de que no está sorprendido. Sus ojos verdes me miran de soslayo, teñidos de preocupación. Parecen querer advertirme sobre el peligro en el que nos encontramos. Divertido. Soy yo la responsable de todo esto. Le sonrío con suavidad, agradecida. Es una lástima que no se quiera a sí mismo ni la mitad de lo ama a Vanessa, aquella chica que solo pervive en su memoria, donde ha podido idealizarla a su antojo. El rugido atronador de las motos se hace patente a cada segundo, y ahoga el suave ronroneo de nuestro motor sin esfuerzo aparente. Una fuerte sacudida nos envuelve cuando el pie de Jon pisa a fondo tras cambiar de marcha, y no puedo evitar hundirme en el asiento de cuero. Mi respiración se corta de forma súbita, mientras observo a nuestro vehículo dando bandazos al tiempo que se introduce campo a través. Giro la cabeza justo a tiempo para ver un fogonazo directo hacía nosotros. Recortadas. Sostenidas por individuos de miradas hoscas y ojos inyectados en sangre. Los hombres del chino conocían muy bien su oficio. Asesinos consumados y con experiencia. Se desplazaban casi siempre en motocicletas de gran cilindrada, lo que les dotaba de una movilidad esencial para cazar a sus presas. Parecían un solo ser, y trataron de extinguir la poca distancia que nos separaba de ellos.
Jon no es estúpido. La adrenalina domina sus acciones, pero su expresión es resuelta y confiada. Ya ha lidiado con situaciones como esta en el pasado. Por ese motivo lo he llamado. Él debe saberlo. La cañada está repleta de baches y terreno desigual. El coche avanza dando pequeños saltos, y he de aferrarme al asiento con fuerza para no dar con la cabeza en el techo. Un fuerte estruendo se escucha a nuestras espaldas, acompañado de unos gritos iracundos en mandarín. Una de las máquinas acaba en el suelo, dando varias vueltas de campana. Otras dos corren la misma suerte. Los disparos zumban a nuestro alrededor, mediante un ruido ensordecedor. Miro a Jon en un parpadeo. Su rostro refleja una involuntaria sonrisa, que ni siquiera es consciente de haber dibujado. Tal vez esté recordando sus días en Irak. Su instinto nos guía por el accidentado terreno, por el que conduce con una destreza asombrosa. Había oído rumores de lo bueno que era en esto, pero nunca habría imaginado que fueran reales. No hasta este punto. Dos sicarios se acercan por los lados, y nos apuntan con gesto amenazador. Están cerca, al lado de las ventanillas. Puedo oler el óxido del cañón de la escopeta. Todo va a terminar…
—Confía en mí, princesa…
Jon pisa el freno de golpe y un chirrido agonizante brota de los neumáticos que ahogan el ruido de los disparos. Agarra el freno de mano y lo acciona con rapidez El Fiat da varias vueltas de campana. Todo gira a gran velocidad, y mi vida vuelve a pasar ante mis ojos otra vez. La misma rutina de cada día, pero esta vez sin cocaína cerca de mis labios. Siento como un par de costillas se rompen y acabo escupiendo sangre. Los segundos en los que volamos parecen eternos, pero acabamos por dejar de balancearnos. Estamos boca abajo. Jon sangra de forma abundante. Escupe sangre, pero logra sonreír. Tras desabrocharse el cinturón en una postura acrobática, hace lo propio conmigo. Salimos del coche por una de las ventanas, arrastrándonos como ofidios. Los motoristas yacen unos metros más adelante, con el pecho agujereado, víctimas involuntarias del fuego cruzado. La fuerte mano de Jon me ayuda a incorporarme.
—Vámonos, Lilith.

Entrada importante

Dos damas con carácter: conociendo a Eva —Cristy Herrera

Cada nuevo paso de la autora dentro de la literatura es una confirmación de lo que ha venido apuntando desde sus primeros pasos. Cada manusc...