viernes, 6 de marzo de 2020

El corazón de sangre —Un relato de Keryan



Yumir se atusó el bigote con impaciencia. Detestaba profundamente esperar. Pensó sonriendo en su padre. Muchas veces le advirtió que debía templar su carácter, o de lo contrario no tendría futuro en el arte del hurto. Sin embargo, su padre había fallecido corroído por la peste, y él nunca había sido apresado. A sus veinticinco años se consideraba todo un experto, pero con frecuencia era reprendido por sus mayores, que lo consideraban demasiado alocado y temerario para durar mucho con vida. Esta noche la empresa era ardua. Yumir se esforzaba por armarse de paciencia, pues lo que se proponía hacer era desde luego lo más arriesgado que había hecho nunca.
El castillo de Mulkheim era inmenso. Sin duda el más grande que había visto... y el más custodiado. Dos grupos de cinco guardias recorrían el perímetro de la fortificación, cada uno en una dirección distinta. Un foso de unos cinco metros de ancho separaba el puente levadizo de la tierra seca, haciendo inviable acceder al interior por allí. Los planes de Yumir eran otros. Poco a poco el paso de los soldados empezó a declinar, optando al final por situarse junto a la entrada principal, impacientes por recibir el relevo. El connir conocía esta rutina a la perfección, no en vano la había espiado durante días. Se ajustó su capucha y se deslizó al abrigo de la oscuridad. El ala este estaba despejada, tal como imaginaba. Yumir se desprendió por unos segundos de su mochila, a la que dejó sobre el suelo. Rebuscó en su interior para hallar un arpeo. Era un modelo de lujo, con garfios plegables. Le había costado bastante hacerse con uno, pero realmente apreciaba esta herramienta. Colocó los garfios en la posición adecuada, y miró encima de su cabeza. Sobre él había una estatua de aspecto siniestro. Yumir la miró sin interés, pues estaba acostumbrado a ver gárgolas. Monstruos de leyenda, que según decían cobraban vida a medianoche, dispuestos a asesinar a todos los intrusos lo bastante temerarios como para adentrarse en sus dominios. Sonrió. Aún faltaba bastante para medianoche. Aunque no creía en esas supersticiones, había algo en lo que creía profundamente. Algo que su ocupación le había enseñado a tomarse muy en serio. Creía en ser precavido.
Sin más dilación lanzó el arpeo. Tuvo bastante suerte, pues quedó fuertemente fijado al primer intento. «Obviamente no esta viva», pensó mientras tiraba de la cuerda y se disponía a ascender. Las puntas de los garfios se habían clavado en el pétreo cuello de la estatua, quedando enganchados allí. Con agilidad trepó con rapidez el muro, confiado en que sus oscuras ropas lo protegerían de los vigías de las almenas de las otras zonas del alcázar. Se encaramó al borde del mismo, aunque se cuidó mucho de saltar al otro lado enseguida. Cuando los soldados que patrullaban en las inmediaciones se dirigieron a otras zonas, se introdujo dentro de la fortaleza. Recogió con presteza el arpeo, y bajó despacio unas escaleras que lo condujeron a unos inmensos jardines. Yumir avanzaba despacio, más preocupado de no hacer ningún ruido, que de dejar el campo abierto. Miró hacia delante, vislumbrando la silueta de la gran torre, a dónde se dirigía. Con una sonrisa dibujada en su rostro, recordó como tomó la decisión de emprender esta aventura.



—«¿Y dices que es grande como un puño?» —preguntó realmente intrigado.
—«Lo juro por Makhal —respondió el tabernero—. O al menos es lo que dice todo el mundo».
—«¿Estás seguro de lo que dices, hombre?»
—«Y tan seguro. Muchos soldados hablan de ello a veces cuando están ebrios. ¿Quién se atrevería a colarse en el castillo del rey? ¿Quién sería lo suficientemente loco como para querer adentrarse en la torre de Genebleth?»
—«¿Genebleth?»
—«El hechicero oscuro. Hace años que vive allí. Dicen que es más viejo que el tiempo, y que el se ocupó de...»
—«¿Cuánto crees que puede valer ese rubí?»
—«No lo sé con certeza. Quizás diez mil piezas de oro. Tal vez más».
—«Estupendo —farfulló con malicia Yumir, al tiempo que rebuscaba en su saquillo. Sacó una moneda de oro y se la tendió al cantinero—. Gracias por todo».
—«¡Un momento, joven! —le retuvo el vetusto hombretón— ¿De verdad estás pensando en hacerlo? ¿Qué clase de connir sin cabeza eres tú?»
—«Sólo uno algo loco» —sentenció antes de abandonar el desvencijado local.

Yumir se ocultó tras una gran escultura ecuestre, al ver el contorno de una figura junto a un gran portón con argollas de hierro. El guardián portaba una antorcha que humeaba y observaba a su alrededor con atención, aunque no podía ver más allá del radio de luz de la tea, que no era demasiado amplio. El bribón esperó unos minutos, pero el baghun no parecía dispuesto a moverse. Contrariado, Yumir buscó algo en uno de los numerosos bolsillos de su chaqué. Extrajo un tubo de diámetro apenas apreciable y un pequeñísimo dardo que se introdujo en la boca. Tuvo que reptar por el suelo para utilizar la diminuta cerbatana, pues su alcance era corto. Sin embargo, sabía muy bien que una de mayor tamaño le estorbaría demasiado. Los ojos del soldado vigilaban su entorno con gran atención, y Yumir se estremeció cuando le atravesaron sin verle. Continuó reptando hasta quedó cerca de él. Se ocultó tras el grueso tronco de un gran roble, y vigiló a su oponente estrechamente, hasta que llegó el momento oportuno. El baghun quedó de espaldas a él, y tras tomarse su tiempo, utilizó la cerbatana. El proyectil se alojó en el cuello del guardián, que sintió un leve aguijonazo. No tuvo tiempo de preguntarse a qué era debido, pues instantes después cayó de bruces. Yumir prosiguió su camino sin detenerse. El guardián permanecería dormido durante unas horas. Con paso vacilante se fue acercando a la lóbrega torre. Sintió frío y su cuerpo comenzó a temblar, y al respirar exhaló vaho. Un manto de oscuridad rodeaba a la torre, tan intenso que Yumir no podía ver sus propias manos. Maldijo su suerte en silencio, sabedor de que no podía encender ninguna clase de luz. Del interior brotaban alaridos inhumanos, tan terribles que el ladrón sintió como la sangre se le helaba por momentos.
Debía huir.
Ese pensamiento se abrió paso por su mente como una flecha. Miró a su alrededor, aunque no logró ver nada. Las manos le temblaban, y tenía los dedos entumecidos. Sus ojos grises brillaban, y tras apretar los puños a fin de infundirse valor, prosiguió. Recordó a su amiga Fraü, a quien hacía muchos años que no veía. Ella nunca entendió su gusto por el hurto, ni su afán por arriesgar la vida en cualquier ocasión.
«¿Cómo saber sino si estás vivo?», le había preguntado numerosas veces. Además, había algo más que nunca le dijo: No le importaba vivir o morir. Con este último pensamiento flotando por su cabeza, subió por unos pequeños escalones, que le llevaron al rellano de la torre. Examinó la puerta con sumo interés, pero no halló ni pomo ni cerradura alguna. Empujó el portón con ambas manos, pero no se movió. Volvió a palpar la madera de nuevo, pero nuevamente fracasó. Contrariado, se estiró del bigote con tanta fuerza que incluso se lastimó. Pensó en la joya que le aguardaba en el interior, grande como un puño, y valiosa como un reino. Una sensación frustrante se apoderó de él. Jamás había fallado. El fracaso era algo inconcebible, una quimera. Su temor por lo desconocido pasó a un segundo término, pues su mente sólo tenía un anhelo. Quería ese rubí. Ningún hechicero baghum se lo iba a impedir.
En el mismo instante que se disponía a buscar una entrada alternativa, la puerta se abrió emitiendo un chirrido agudo. Yumir observó el interior. Había numerosas antorchas colgadas en la pared de un pasillo angosto, cuyo final no podía apreciarse. Se deslizó al interior de la torre. Una ráfaga de aire procedente del fondo del corredor le arrojó a un lado, y cerró el gran portón con estruendo. Se incorporó con presteza, decidido a no perder más tiempo de lo necesario. Cogió una humeante antorcha y se aventuró en el túnel. El aire era gélido. Sin duda era debido a algún hechizo del brujo. Yumir no se arredró, y continúo con paso firme, a pesar de que su cuerpo soportaba a duras penas los estragos del frío. Al fondo podía apreciar una luz blanca, que se difuminaba en el fondo de su retina. Llegó a un arco de medio punto totalmente opaco. Lo observó intrigado, pues una cortina de luz blanca llenaba el vano. Estiró una de sus manos sobre la superficie, para ver como desaparecía a través de ella. Sobresaltado, la retiró. Temía que algo ignoto le hubiera sucedido, pero todo estaba en orden. Cerró los ojos y saltó hacia delante, y dejó atrás la galería. Sintió que algo le golpeaba en la cara, aunque solo durante breves segundos. La antorcha se apagó emitiendo un siseo, y todo quedó sumido en la penumbra.
Antes de que pudiese reaccionar una cabeza volante surgió de la oscuridad, y descendió sobre él. Yumir logró verla justo a tiempo, pues un halo fantasmagórico la rodeaba. Se arrojó al suelo, y hubiera caído sobre él de haber existido. Comenzó a caer hacía abajo, al tiempo que otros dos rostros volantes le acechaban mostrándole unos dientes afilados, propios de una bestia. Un escalofrío intenso recorrió comino su cuerpo, amedrentándole. Sentía el vacío a su alrededor, tirando de él, succionándole. Las criaturas vociferaban dentro de su cabeza, en éxtasis, al tiempo que se observaban su caída. De pronto lo ignoto perdió poder sobre él, pues había dejado de percibirlo como tal. Un peligro más. Un riesgo más.
—¡No me importa morir! —gritó con rabia.
Una luz blanca le cegó por completo. Intentó al principio abrir los ojos, pero en el último instante decidió no hacerlo. Su instinto le conminó a mantener los párpados bajados. Tardó unos segundos en darse cuenta de que no caía. Tocó el suelo. Era roca fría. Decidió observar el terreno, aunque aún le invadía un profundo desasosiego. La estancia era amplia. Numerosos cortinajes escarlatas adornaban las ventanas, y una alfombrilla roja conducía hasta el pie de unas escaleras de caracol. ¿Lo había imaginado todo? ¿O había ocurrido otra cosa? El bribón sonrió. Le resultaba muy cómodo culpar a Genebleth. Le ahorraba muchos quebraderos de cabeza. Se dijo que en el futuro le atribuiría todas sus desdichas. Caminó con firmeza hasta arribar a los primeros peldaños. Detrás de la escalera había una gran armadura de campaña, que sostenía una larga y afilada pica. La coraza parecía de oro, pero Yumir no le prestó atención. El tesoro que buscaba centraba toda su atención. Ascendió por los escalones dando pequeños saltos, pero sin emitir el menor sonido. Pronto se percató que algo no iba bien. Seguía en el mismo lugar, aunque llevaba unos minutos afanándose por subir por la escalinata. ¿O no era así? Se acarició el bigote lentamente, y miró a su alrededor con frustración. «Esta jugando con mi mente. ¿Cómo discernir lo que es real y lo que no? Sabe que estoy aquí. Lo sabe y quiere divertirse conmigo».
Yumir cerró los ojos. Su cerebro tan solo percibía una imagen. El rubí. Aunque nunca lo había visto, en su delirio lo había esculpido con todo detalle. Percibía con nitidez su forma hexagonal, y su intenso brillo sangriento. Intentó dominarse, pues sabía que no debía perder el control bajo ningún concepto, y menos en esta situación y en este lugar. Sin embargo, le resultaba difícil, y esto le preocupó, pues rara vez le había ocurrido. Volvió a abrir sus párpados y se sintió algo descorazonado. Una idea bulló en su mente, tan absurda que tal vez tuviera éxito. Dio media vuelta y comenzó a andar hacia atrás. Sus pasos eran cuidadosos, ya que no quería tropezar y caer escaleras abajo, volviendo de este modo al punto de partida. Al parecer su intuición, aun en contra de toda lógica le había llevado al éxito. Le producía una sensación extraña el hecho de andar hacia atrás, pero pronto llegó a lo alto de las escaleras y entonces dio media vuelta. Por unos instantes temió aparecer de nuevo abajo, pero por fortuna no sucedió nada. Delante de sus ojos grises había una puerta marrón, tapada por unas cortinas escarlatas con un bordado amarillento. Buscó el mecanismo que le permitiría abrirlas durante unos segundos, pero al no hallarlo se dispuso a abrirlas manualmente. Sus delgados dedos tocaron las fibras del tejido. Tuvo una extraña sensación al hacerlo. Sintió frío, tal como experimentaba cuando metía las manos en agua demasiado fría. Se encogió de hombros, y cuando se disponía a dar un fuerte tirón se vio obligado a detenerse.
—¡Detente, insensato! —exclamó una voz chillona. La voz parecía proceder de alrededor de él, pero no supo concretar exactamente su origen con precisión. Yumir se quedó estupefacto, sin saber muy bien como reaccionar. Lo achacó finalmente a su desbordante imaginación, al fin y al cabo, allí no había nadie. Suspiró pesadamente y decidió hacer caso omiso de aquella aguda vocecilla—. Vaya —sonó de nuevo aquél agudo sonido ante su turbación—. Además de poco juicioso parece que este muchacho está sordo.
—¿Quién está hablando? —preguntó Yumir, presa de un desconcierto considerable.
—Pues yo —replicó la vocecilla—. ¿Quién iba a hacerlo sino? Estamos solos en esta habitación...
—¿Y quién eres tú? —inquirió el bribón mirando en todas direcciones.
—¿Es una pregunta existencial?
—¿Existencial? —Yumir estaba completamente atónito—. No comprendo...
—Qué poca cultivada viene esta generación —expuso la voz tras suspirar—. Negro porvenir nos espera.
—Un momento —adivinó Yumir mientras tiraba de su espeso mostacho—. ¡Eres la cortina!
—¡Premio para el jovenzuelo! —exclamó la voz de forma jovial— ¿Cien monedas de cobre serán suficientes para ti?
—Vengo en busca del rubí —anunció Yumir, obstinado.
—Un premio excesivo diría yo —argumentó la cortina—. Se lo preguntaré a Genebleth...
—¡Detente! —gritó el rufián saltando hacia delante—. No se te ocurra hacer tal cosa...
—¿Y por qué no? Tú estabas dispuesto a partirme en dos.
—No seas tan quisquillosa, al fin y al cabo, eres una cortina —se excusó Yumir de una forma un tanto condescendiente.
—Deberías habérmelo pedido amablemente —insistió la cortina, visiblemente enojada.
—Te ofrezco mis disculpas —dijo el ladrón, intentando parecer sincero. Estaba absolutamente maravillado—.  Lo que sucede es que nunca había hablado con un cortinaje.
—¡Un cortinaje! —bramó la voz, cuya indignación crecía por momentos—. Compararme a un cortinaje es como comparar el oro y el latón...
—¡Diablos! —exclamó Yumir, totalmente exasperado—. Me siento raro hablando con un objeto... 
—¿Quieres decir que en tu país las cortinas no hablan?
—Ni las cortinas ni ningún otro objeto. —Una idea bulló de repente en la mente de Yumir—.  Sin duda eres una criatura excepcional.
—¡Adulador! —dijo la voz entre risas—. Está bien. Olvidare tu torpeza.
—Por favor, no le digas nada a Genebleth —pidió el bribón con solemnidad—. Quiero darle una sorpresa.
—¿Eres amigo suyo? —preguntó la cortina, y ante la sorpresa del joven comenzó a balancearse de un lado a otro.
—No exactamente —mintió—. Conocía a mi padre, que murió el pasado invierno.
—No sabes cuanto lo siento...
—Gracias —repuso Yumir tapándose la boca. La situación estaba tornándose demasiado absurda, y le costaba mantener la suficiente entereza. Tenía unas ganas locas de reír.
—Puedes pasar, muchacho —dijo la voz tras unos segundos en silencio—. Trata de ser más cuidadoso. No todos los habitantes de la torre son tan comprensivos como yo.
Las cortinas se echaron a un lado y Yumir pudo examinar la puerta que escondían. Por un momento pensó que carecería de pomo y que también tendría que conversar con ella. La perspectiva le horrorizó de veras. Por fortuna se trataba de una puerta normal y corriente, con un pequeño pomo dorado. La portezuela se abrió emitiendo un nimio crujido. Ante sus ojos apareció un largo pasillo, cuyo suelo estaba totalmente cubierto por una alfombra verde. Yumir puso cuidadosamente sus pies sobre ella, y casi esperó oír una voz quejándose por ello. Nada perturbó el silencio del corredor y por ello suspiró aliviado. La puerta se cerró tras él de improviso, malogrando la posibilidad de retroceder. El rufián pensó en la cortina parlante y se alegró de no poder recular. Sobre la pared había numerosas abrazaderas que portaban humeantes antorchas. Tuvo que ponerse de puntillas para alcanzar una de ellas, pero finalmente lo logró. Sabía que podía necesitarla más adelante. Al avanzar entre las paredes desnudas comenzó a sentir una sensación opresiva. Sin saber por que aceleró el paso. Al final del pasillo pudo ver una abertura en el centro del suelo. ¿Adónde conduciría? No le pareció buena señal, ya que los aposentos de Genebleth estaban en lo alto de la torre. Se encogió de hombros, pues carecía de otras opciones. Un fuerte estruendo le sacó de sus cavilaciones. Miró a su alrededor, claramente alarmado. ¡Las paredes trataban de aplastarlo! Reaccionó con rapidez y emprendió una carrera por el corredor. Los muros continuaban avanzando de forma inexorable, reduciendo la moqueta a jirones. Yumir presumía ante sus amigos de su agilidad, y por un momento consideró la posibilidad de definirse a sí mismo como un vulgar fanfarrón. Se vio obligado a saltar sobre la abertura para evitar ser reducido a pulpa.
Las paredes emitieron un fuerte estrépito al chocar una con la otra, pero Yumir apenas lo percibió. Estaba demasiado ocupado tratando de encontrar un asidero para no caer por el hueco. Se golpeó en el hombro, y soltó una maldición a causa del dolor. El espacio era estrecho de modo que utilizó sus piernas para quedar encajado en el mismo y no precipitarse hacia abajo. La antorcha había caído hasta el final del hueco. No se había extinguido, pero apenas percibía su luz, lo que significaba que la caída era de muchos metros. El zurrón en el que llevaba todos sus arpeos y demás enseres le hacía daño en la espalda. Le hubiera venido muy bien cualquiera de ellos, pero tratar de alcanzarlos le hubiera llevado a caer por la oquedad. Con sumo cuidado comenzó a descender empleando todos los miembros. La oscuridad sobrevino cuando los muros de la estancia anterior taparon por completo el agujero por el que había saltado. Por un instante tuvo miedo, pero pronto desechó esa sensación de su mente. Tenía cosas más importantes en las que pensar. Con habilidad fue descendiendo, guiado por la sutil luz que emitía la antorcha, a cada instante más próxima a él. Cuando llegó hasta ella comprobó que no podría recuperarla. La llama se hallaba acariciando unos afilados estiletes de hierro.
Sus ojos se empequeñecieron por unos instantes. Había burlado a la muerte por muy poco. Pensó en la cortina parlante. Tal vez no era una criatura —puede que no fuera el término adecuado— tan estúpida, después de todo. El fuego que emitía la tea no duraría mucho tiempo, ya que la humedad era grande a lo largo del pozo. Sin embargo, sobre la parte izquierda pudo distinguir una portezuela de madera. Poseía una pequeña cerradura. Dedujo que utilizaban aquel acceso para retirar los cadáveres incrustados en los mortales pinchos. Debía utilizar las preciadas ganzúas. Las guardaba en uno de sus bolsillos. Si la hubiese almacenado junto a sus garfios no habría podido salir de allí. Apoyó la espalda en la fría roca y con sumo cuidado manipuló la cerradura. No tuvo que esperar demasiado. El pasador cedió emitiendo un chasquido, y la puerta se abrió ligeramente, dejando entrever un resquicio de luz difuminada. Yumir no se lo pensó dos veces. Se abalanzó sobre la portezuela y llegó al otro lado.
La luz que había percibido pertenecía a un fanal colgado del techo. Los cristales del mismo estaban muy sucios, por ese motivo la emisión no se percibía con claridad. La estancia era amplia. Parecía tratarse de la sala de armas. Gran número de espadas, hachas y armas de asta estaban apiladas por toda la habitación. También pudo ver varias armaduras herrumbrosas, apoyadas en las viejas columnas. En ese instante Yumir se percató de que no estaba solo. Al fondo había una mesa de madera flanqueada por unos largos taburetes. Dos hombres sostenían sendas jarras de madera —probablemente con cerveza en su interior— al tiempo que le observaban con los ojos abiertos de par en par. Detrás de ellos había una vieja puerta de madera. Los adeptos de Genebleth reaccionaron con premura, pero cuando se acercaron al bribón, este ya se había incorporado.
—¿Quién demonios eres tú? —le espetó el más veterano de los dos, tratando de rodearle.
—Soy Klomus, un humilde escriba —voceó el ladrón sonriendo—. Estoy buscando la biblioteca.
—Veremos si tienes tantas ganas de mofa cuando te atraviese con mi espada —dijo el segundo escupiendo al suelo.
—No eres lo suficientemente rápido para lograrlo —aseguró Yumir viendo como ambos se tambaleaban bajo los efectos de la cerveza.
El connir sacó de su cinto una daga herrumbrosa. La hoja tenía un valor sentimental para él. Era el primer objeto que había robado en toda su vida. Un viejo mercader había sido su víctima. Aquel anciano poseía unos mapas que quería a toda costa. Las cartas las mantenía en lugar seguro, así que tuvo que conformarse con el primer objeto que tuvo el alcance de su mano. Yumir suspiró. En el fondo era un sentimental.
Una espada cortó el aire cerca de su cabeza, de modo que se vio obligado a arrojarse al suelo para no resultar herido. La otra hoja se abalanzó sobre él trazando un amplio arco. Yumir asestó una patada en la boca del estómago de su adversario, que salió despedido hacia atrás. Siguiendo su instinto, rodó por el suelo, pues sabía que su primer rival trataría de ensartarle con su espada. El arma golpeó el suelo cerca de él, pero Yumir no le concedió una segunda oportunidad. La vieja daga se hundió en el vientre del veterano guerrero, que cayó hacía atrás, vomitando sangre. Los oídos del rufián se llenaron con los insultos del otro guardián. Recogió la daga del vientre de su enemigo, y la sostuvo por la punta. Rehusó a utilizar la espada del veterano soldado. Al fin y al cabo, no sabía utilizarla con la suficiente destreza. Los ojos de su enemigo estaban inyectados de sangre, y un brillo de locura se dibujaba en su rostro. Yumir le sonrió maliciosamente, sabedor de que el guerrero estaba a punto de perder el control. Enarboló la daga y la hundió en el pecho del cadáver.
—¡Padre! —gritó con desesperación— ¡Maldito bastardo! ¡Te mataré!
El contrincante de Yumir se abalanzó sobre él, presa de una furia asesina. El ladrón sonrió, ya que aquel era su propósito. Su rival usó la espada con ambas manos, perdiendo el equilibrio al hacerlo. Yumir se hizo a un lado y solo tuvo que colocar su codo en la trayectoria del cuerpo del enloquecido guerrero. El impacto fue en el pecho. El soldado rodó por el suelo. Debido al golpe le faltaba el aire y le costó unos segundos recuperar el resuello. Cuando lo hizo sintió el olor a oxido que desprendía la vieja daga de Yumir. Fue lo último que percibió en su vida.
El ladrón se sentó en el suelo tratando de recuperar el aliento. Miró de soslayo a sus víctimas y frunció el ceño. No le gustaba matar, aunque sabía que a veces no había alternativa. Pensó en el gran rubí. No tenía ni la más mínima idea de donde estaba, y, por ende, desconocía la forma de llegar hasta él. Empezó a arrepentirse de haber venido a esta torre maldita. Permaneció un rato sentado, con la mente totalmente en blanco, como si hubiese tenido un mal sueño. Después limpio de sangre la daga en las ropas del más joven de los soldados y se encaminó a la puerta. Tenía un listón de madera atravesado sobre el centro de la misma, de modo que tuvo que quitarlo para poder abrirla. El picaporte era de hierro y estaba tan oxidado como su vieja daga. El portón llevaba a unas escaleras de caracol que ascendían de nuevo. Yumir sonrió complacido. Al fin y al cabo, era lógico, se dijo sonriendo. Los escalones eran de granito y estaban bastante erosionados. ¿Cuánto tiempo hacía falta para erosionar este material? Más aún considerando que ni el viento ni la lluvia podían afectar a las sinuosas escaleras. Yumir comenzó a impacientarse. La ascensión se estaba prolongando durante demasiado tiempo. Cuando comenzó a considerar la posibilidad de probar la estratagema anterior llegó a una puerta pintada de blanco. Sin pensarlo demasiado abrió la puerta de golpe...
Una ráfaga de aire frió le recibió como una vieja amante. Estaba bajo el cielo nocturno. La noche era muy oscura. El firmamento apenas podía percibirse, ya que densos nubarrones negros lo cubrían por completo. Se hallaba en un puente de madera que crujía de forma alarmante cada vez que daba un paso. Abajo podía oír el murmullo del agua, aunque al mirar en aquella dirección solo vislumbraba oscuridad. Al otro lado de la pasarela había una pequeña atalaya. Yumir se acercó dando pequeños pasos. Tenía forma rectangular, pero era bastante estrecha. Una pequeña escala permitía el acceso a la misma. Yumir tiró de ella y la escalerilla se extendió delante de sus ojos grises. Subió por ella y se encaramó a la misma con sumo cuidado. Se permitió relajarse por unos minutos. Las vistas eran espléndidas. Al norte podía ver las montañas Glukath, cubiertas de nieve. Al observarlas sintió una profunda paz y sosiego. Al este se hallaban las llanuras Meksler, verdes y esplendorosas. Ambos paisajes ofrecían un curioso contraste, que embaucaba a todos los tenían la suerte de disfrutarlos. Su mirada se desvió hacia los otros puntos cardinales, pero algo llamó poderosamente su atención. Algo extraño, capaz de hacerle desdeñar los bosques de Joklöm, la masa forestal más grande de todo Keryan. Frente a sus ojos pareció materializarse durante unos segundos la forma de una torre de aspecto siniestro. Después todo volvió a la normalidad. Un profundo escalofrío recorrió todo su cuerpo. ¿Cuánto tiempo llevaba en este lugar? Creía estar en la torre de Genebleth desde que clavara aquel dardo en el cuello del guardián. La torre era negra como una noche sin luna, pero esta que sus ojos habían visto por un instante ofrecía un aspecto mucho más espeluznante. Las mismas rocas parecían ser presa de una agonía sin parangón, y pudo escuchar unos lamentos desesperados, aunque no estaba seguro de que fueran reales. De pronto, comenzó a dudar de todo lo que había a su alrededor. ¿Sería todo un poderoso encantamiento con el fin de volverlo loco? Yumir suspiró. La duda le carcomía.
Sacó los arpeos de la deteriorada mochila. Pensó que si aquella torre era una ilusión los garfios no golpearían a nada en absoluto. Los hizo girar por encima de su cabeza hasta que los lanzó hacia delante. Las uñas de los arpeos emitieron un tintineo metálico al golpear contra algo. Sin embargo, allí no había nada. ¿O tal vez sí? Volvió a repetir la maniobra, pero esta vez los garfios se quedaron sujetos a algo. El bribón tiró de la cuerda numerosas veces y esta no se movió ni un ápice. Ató el extremo de la cuerda a una de las argollas presentes en la vieja atalaya y se preparó para realizar la travesía. Colocó sus pies entrelazados sobre la cuerda y empezó el tránsito. Había hecho este tipo de faena muchas veces. No obstante, se sentía inquieto. Si alguien aparecía y decidía cortar la cuerda moriría sin remedio. Yumir se repetía una y mil veces que no le importaba morir, pero tuvo que reconocer que aquella afirmación era falsa. Se trataba de una falacia, de una máscara que había adoptado. Luego sonrío, pensando en que nunca admitiría esto ante nadie. Finalmente llegó al otro lado. Antes de atreverse a bajar examinó la superficie donde habían quedado enganchados los arpeos. Se trataba de una cerca metálica. Debía ser una puerta enrejada. Se agarró con fuerza a la misma. Parecía ser firme. En cuanto se encaramó a ella sintió una sensación de vacío en su interior. Trepó por ella y saltó al otro lado. Temió caer por unos segundos, pero sus botas de inmediato tocaron la vieja roca. En ese instante todo cambió. Fue como si hubiese recuperado la vista de repente.
La torre flotaba en el aire, sostenida por una fuerza invisible. Las rocas que la conformaban estaban deformadas, erosionadas por una fuerza desconocida. Algunas de ellas parecían a punto de desprenderse de la estructura, pero Yumir tenía la sensación de que un poder ignoto las mantenía unidas. Volvió la vista atrás durante unos instantes y acarició la punta de uno de sus garfios con sumo cuidado. Apretó los puños con el fin de infundirse ánimos y avanzó sin titubear. Delante de él había una gran puerta. El aroma del metal era inconfundible. Empujó la puerta con toda la fuerza que fue capaz, pero esta no se movió ni un ápice. El portón no poseía ni cerradura ni pomo. ¿Cómo conseguiría atravesarla? Yumir permaneció inmóvil durante varios minutos, meditando sus opciones. El conformismo hizo presa en él, y se dio la vuelta, dispuesto a abandonar. En ese instante, la puerta se abrió con gran estruendo. El ladrón entró en la torre dando pequeños pasos. Unas escaleras de caracol de color negro ascendían por la siniestra construcción. Yumir sintió como el aire le faltaba, y tuvo que apoyarse en la roca para no desfallecer. Optó por seguir adelante. Había llegado demasiado lejos para retroceder. Subió los deformados escalones a la carrera, confiando en que el aire fuese más puro arriba. Mientras corría unas enredaderas salieron de la nada, e intentaron atraparle. Sintió como unos tentáculos llenos de vida rozaban sus extremidades. Tropezó y estuvo a punto de caer escaleras abajo, pero finalmente consiguió mantener el equilibrio y proseguir con su avance. Nunca había corrido tan rápido en su vida, pero apenas sacaba ventaja. El ruido de la planta deslizándose por las pétreas escaleras estaba turbándole en sobremanera. Las escaleras llegaron a su fin. Ante sus ojos apareció un arco de medio punto. No había luz al otro lado. Se abalanzó al interior de la oquedad, pues no tenía alternativa. Mientras lo hacía no pudo evitar pensar que se veía envuelto en la misma situación una y otra vez.
El bribón gimió de dolor al despellejarse el brazo contra la rugosa roca. Miró atrás pero no podía ver nada. Sin embargo, aquella fétida planta no había traspasado el umbral. Pudo escuchar como aquel extraño ser retrocedía por las viejas escaleras, dejándole solo. ¿O tal vez no?
—Maldición —balbuceó Yumir mientras se palpaba el dolorido brazo—. Si pudiera ver algo...
—Sea —murmuró una voz profunda y tenebrosa.
La oscuridad fue difuminándose paulatinamente, dando paso a una luz artificial. Las dimensiones eran sumamente extrañas. La torre era estrecha, sin embargo, la estancia era de proporciones bastante considerables. Debía tratarse de un hechizo mágico. En el lejano techo había dispuestos unos fanales que arrojaban una extraña luz a la lúgubre habitación. Había dispuestas varias hileras de estantes llenos de libros, como si de una biblioteca se tratase. Una alfombra escarlata cubría parcialmente el suelo, en el que también podían apreciarse mesas de extrañas formas, sobre las que había toda clase de extraños objetos, poseedores de una singular belleza. De vez en cuando las mesillas se elevaban unos metros por arriba del suelo para luego volver a su posición inicial. La alfombra se arrugaba considerablemente cuando esto sucedía. Al fondo había una gran mesa rectangular, en la que había algunos objetos tapados con unos lienzos opacos. Situado tras esta mesa de piedra había una gran silla, similar a una especie de trono, pero sin ninguna clase de ornamentación. Sentado sobre ella Yumir pudo distinguir la silueta de un hombre con las piernas cruzadas. El ladrón tembló de espanto. Aquella figura no podía ser otra que la de Genebleth, el nigromante de la torre negra.
El bribón examinó el brazo que se había dañado al entrar en la estancia. Se había hecho diversas heridas, pero no eran demasiado profundas. El suelo de granito las había provocado. Si hubiese tenido la fortuna de caer sobre la alfombra no se hubiese herido. Los ojos grises de Yumir buscaron con desesperación el rubí. Si iba a morir quería verlo al menos una vez. Genebleth se percató de inmediato de la inquietud del ladrón y se inclinó hacia delante. Se despojó de la oscura capucha revelando su rostro. Yumir se sorprendió. Esperaba ver un rostro demacrado y lleno de arrugas. No encontró nada de eso. La cara del arcano era tan normal y corriente como la suya. Tal vez el mal no tuviera rostro, después de todo. Los ojos del hechicero eran blancos y aquella mirada desprovista de humanidad fue lo que hizo que su cuerpo se estremeciera.
—No todos llegan tan lejos —observó Genebleth reconociendo el mérito de Yumir—. Has resultado una grata distracción.
—Gracias —acertó a decir Yumir mientras se incorporaba. El hecho de que el nigromante hubiese seguido todos sus movimientos no le sorprendió en absoluto—. Quisiera saber algo...
—El rubí existe —contestó Genebleth antes de que Yumir formulase la pregunta—. Todos venís buscando lo mismo. Los ladrones sois unos necios.
—¿Puedo verlo? —preguntó Yumir, intentando adoptar un aire sumiso.
—Claro —repuso Genebleth sonriendo—. ¿Por qué no?
El hechicero alargó una de sus manos y arrojó uno de los oscuros lienzos lejos de sí. Un brillo carmesí envolvió a toda la habitación, tiñéndolo todo de rojo. La sonrisa del mago se tornó malévola. Yumir se mareó al instante y percibió en su boca el sabor de la sangre. Escupió al suelo, revelándola a Genebleth. El líquido comenzó a manar por sus orificios como si de una fuente se tratase. Cayó de rodillas a los pocos instantes, debilitado por su pérdida. Entonces comprendió. Al hechicero no le interesaba que los ladrones muriesen antes de llegar a sus aposentos. Los necesitaba para absorber su esencia vital. Por eso su vida se contaba por siglos. El reclamo de una joya tan valiosa era un tesoro apetitoso para cualquier ladrón. No tenía que buscar víctimas propiciatorias. Estas venían a él. El nigromante tenía razón. Eran unos necios.
—Tu fuerza vital es la mía —gritó Genebleth, sumido en éxtasis.
Yumir sintió como la vida le abandonaba. Alzó el rostro levemente y quedó cegado por el resplandor carmesí del rubí. Cerró los ojos y con sus últimas fuerzas agarró la vieja daga oxidada. Genebleth río al ver la hoja. Yumir sintió como su corazón latía demasiado deprisa. Sabía que le quedaban escasamente pocos segundos de vida. Mediante un último esfuerzo atravesó su propio corazón con la deteriorada daga. Su muerte fue instantánea. La de Genebleth, también. En el mismo instante que la oxidada daga atravesó su corazón una gran hendidura se abrió en el centro de la joya. Por ella comenzó a salir sangre a borbotones. La sangre de todas las víctimas del nigromante, que se contaban por centenares. El arcano emitió un grito desgarrador, sabedor que había llegado su hora. La conexión entre Yumir y él seguía vigente a través de la joya. Un río de sangre se formó en la estancia arrastrando el cuerpo del ladrón por las escaleras de caracol.
Genebleth sintió como su cuerpo se descomponía. El dolor era indescriptible y el hedor insoportable. Sus miembros habían empezado a pudrirse, y pudo expresar su agonía mientras tuvo boca para hacerlo. Segundos después su mandíbula se desprendió y el silencio se adueñó de la torre negra. El cuerpo del nigromante estalló en una masa sanguinolenta. La edificación fue presa de las mismas violentas convulsiones que su hacedor. El poder que la sostenía se había extinguido. Las ennegrecidas rocas temblaron de forma incontenible y se desprendieron de la estructura. Cientos de ojos observaron el espectáculo completamente desconcertados. Una lluvia de piedras negras cayó sobre el ala oeste del castillo sacudiendo sus cimientos. Muchos soldados murieron aquel día aplastados por las deformadas rocas. Sin embargo, muchos de los habitantes de la ciudad-estado de Baghun sonrieron al ver lo sucedido. Tal vez a partir de ahora podrían vivir sin miedo.







FIN

miércoles, 4 de marzo de 2020

El billete a Europa —Relato

  
Esperando mi turno, junto a la línea de cajas del supermercado, sabía que aquella compra cambiaría mi vida para siempre. Allí se exponían como dulces apetitosos, agazapados, tímidos, protegidos por cajas de polietileno, a salvo del viciado aire que apenas podía filtrar por mis pulmones. ¡La lotería! Allí estaba, el billete que me rescataría de mi anodina vida, de una perenne invisibilidad y de frustraciones distintas, a cada cual más variopinta. El número estaba allí. ¡Por supuesto! Había soñado con él varios días. El cinco.
«Por el culo te la hinco», susurró una voz en mi cabeza con voz aguda.
«Shhhhhh. Ahora no, cojones» supliqué sin palabras.
Entrecerré los ojos y una mueca histriónica apareció en mi rostro. Crucé los dedos y sonreí. La caprichosa voz optó por guardar silencio. Era una compañera inoportuna. Tan pronto parloteaba sin cesar, haciendo preguntas de lo más extrañas, como no la sentía durante días. A veces tenía la esperanza de que se fuese por donde había venido, pero siempre acababa por regresar. «Todo lo que se va vuelve, mamón» me repetía siempre, como un ridículo mantra. La cajera me miró con una mezcla de curiosidad y aversión, pues la expresión de mi rostro era de lo más peculiar. Señalé el billete con un dedo amorfo, torcido de una forma incomprensible. La muchacha dio un respingo, pero reaccionó con rapidez y abrió la caja con una llave que tenía escondida debajo de la caja registradora.
—¿No te encantan las cajas de polietileno? —me preguntó ella con una sonrisa.
—No, la verdad —respondí, tratando de arreglarme el pelo para parecer más atractivo.
«El polietileno es una mierda, colega. Se derrite con los propulsores de despegue» me susurró la voz, inmisericorde. La chica me observó petrificada, pues los ojos se me habían puesto en blanco por unos segundos. Solía sucederme a menudo.
—¿Te encuentras bien?
—Claro, ¿por qué lo preguntas? —repuse, sorprendido.
—Por nada, por nada. —La cajera trató de olvidarse del asunto. Siempre me observaba con compasión, lo que no me agradaba demasiado, ni a mí, ni a la voz alienígena que vivía en mi cerebro. Cuando la transacción finalizó, respiré aliviado. ¡Qué chica más rara!


Volvía a casa, guardando mi billete como un tesoro. Lo aferré con avaricia, riendo como Gargamel, el maloso de los pitufos, mi ídolo de juventud. La cerradura se abrió con un chasquido, y por desgracia me encontré con mi madre, que me observaba con su típica mirada maquiavélica. Observó mi expresión de lelo, y no tardó en interrogarme. Su mirada me intimidaba. Estoy seguro que fundó la CIA, o alguna agencia similar.
—¿Por qué traes esa cara de atontado?
—Es la única que tengo —me defendí con torpeza.
—Venga, confiesa.
—Vale. Es un billete de lotería. El premio es un viaje a Europa.
—¿A qué parte?
—Pues a ninguna en concreto. A Europa.
—¡Tú estás tonto!
—Joder, mamá. No conozco los nombres con detalle. A Europa, la luna de Júpiter. Él tiene que volver.
—¡La madre que te pario, que soy yo! —replicó ella, sin dar crédito a lo que escuchaba—. ¡Hazme el favor de tomarte el Haloperidol!

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