domingo, 5 de abril de 2020

Giri —Relato

Giri

Mis dedos tamborilean sobre la mesa, siguen una melodía que solo existe en mi cabeza, un si bemol sin fin, incapaz de aplacar mi inquietud. Tengo que estar aquí. Lo necesito. He removido cielo y tierra para lograrlo, y ahora que lo he conseguido, estoy apunto de perderlo todo. He venido a conocerte, a conquistarte, a hacerte mía para siempre. Yo soy tú. Hikaru, el resplandeciente, nacido para guiarte al paraíso. O eso creía. La terminal estaba vacía, ausente de tu perfume, del brillo de tus ojos. Soñaba con escuchar tu voz aterciopelada, aquel sonido angelical que me cautivó desde la primera vez que lo oí. Pero el silencio flotaba por el aire, sin dejar rastro de su presencia, como el leve aleteo de un ruiseñor, etéreo, impasible ante mi decepción. Mi cuerpo tembló a causa del desamparo que se introdujo en mi interior, y mi más temida compañera, la soledad se unió a mí en esta fría sala del aeropuerto de Narita. Mi móvil yacía inerte, muerto como mi espíritu sin tu figura que lo guíe. Unos furtivos pasos, rítmicos y uniformes se escucharon a mi espalda. Un hombre delgado, enfundado en un traje negro algo anticuado avanzaba hacía a mí, con expresión resuelta. Se ocultaba tras unas gafas oscuras, y poseía un aura iracunda, que me sobresaltó por completo.
—Sr. Torres, me temo que tendrá que acompañarme —anunció con un acento torpe, apenas comprensible.
Había recitado la frase como un autómata, sin sentir las palabras saliendo de su garganta. No sabía español, tan solo había memorizado la frase. Negué con la cabeza. No quería de ninguna manera irme con este individuo, pero no parecía dispuesto a darme otra opción. Apartó despacio su chaqueta, y pude ver con claridad una pistola negra, que incluso brillaba al recibir la luz de un halógeno en una funda elegante. Mi pulso se aceleró como un caballo desbocado, pero agaché la cabeza, sumiso, y permití que aquel hombre misterioso me agarrase por el brazo y me condujera fuera del aeropuerto. Una madrugada sin apenas estrellas me dio la bienvenida. El silencio sepulcral de aquel inmenso lugar me sorprendió. Apenas había algunos taxis circulando sin apenas hacer ruido. Las luces de la ciudad brillaban como un árbol de navidad perenne, en un torrente de luces maravilloso, con una belleza tecnológica conviviendo con edificios clásicos que podían verse proliferar en torno al Fuji-san. Una limusina nos esperaba, y al acercarnos la puerta se abrió despacio, accionada por un mecanismo. Otro hombre, con aspecto aún más siniestro me esperaba en el interior. Su mirada era puro desprecio, todo enfocado hacia a mí.
—Sube, gaijin.

Escupió las palabras de mala gana, y antes de que pudiera obedecer el primer hombre me arrojó a la parte trasera del coche, donde el brillo del acero que asomaba de una de sus manos me convenció de no hacer ninguna tontería. Guardé absoluto silencio en un trayecto que me pareció eterno. Las calles de Tokio se difuminaban como carboncillo bajo la mano de un artista demente, y mi congoja fue en aumento a medida que los minutos transcurrían sin que nada rompiese este cruel tormento. Las calles de Ikebukuro nos recibieron entre los vítores de los yakuzas al vernos pasar. Por fin comprendí lo que estaba pasando aquí. Era un rehén.  
Así fue como llegué a esta habitación, desprovista de luz, donde apenas las lámparas con forma de loto podían vislumbrarse. Sentado sobre un taburete de madera que crujía de manera alarmante bajo mi peso. Mis dedos tocan la mesa rectangular que tengo delante de mí, mientras espero lo que sea que el destino me tenga preparado. La puerta se abre de golpe, y tras ella, aparece un enorme hombretón, con la cara llena de cicatrices. Se despoja de su chaqueta, y la coloca con un solo movimiento en el respaldo de una silla. Lleva una camiseta de tirantes blanca, que permite ver unos brazos bien formados, llenos de tatuajes. Sé lo suficiente de la mafia japonesa para darme cuenta de que su rango es alto. Se sienta sin mirarme, y coloca sobre la mesa una carpeta morada, y la señala con una mano desprovista de uno de sus dedos.
—Ábrela.
Me doy prisa por obedecer, a pesar de que mis manos tiemblan, y me cuesta hacer algo tan sencillo como quitar tensión a las gomas del portafolio. Cuando por fin lo hago, mis ojos casi salen de sus órbitas. Mi pasaporte, mi permiso de turista para tres meses están hechos trizas delante de mí. El mensaje es diáfano. No tengo escapatoria. ¿Qué es lo que esperan conseguir? Tiene que estar relacionado con ella. Mi único motivo real para estar en el país del sol naciente.
—Nosotros financiamos su carrera, hace mucho tiempo. —Su acento era algo extraño, pero él sí que hablaba mi idioma con fluidez—. La muy zorra parece haberlo olvidado. Rehúsa a pagar nuestra parte.
—Suena propio de ella no dejarse amedrentar.
—Tú no lo entiendes, gaijin. Es giri. Debe honrar nuestro acuerdo. Aunque se avergüence de ello. Sabemos todo lo vuestro. Me sorprendió mucho, pero le doy la bienvenida. Merece un castigo. Se lo daremos a través de ti. Si no le importa…siempre es divertido torturar a un blanco.
Se levanta como un rayo, veloz y letal. Antes de intentar apartarme recibo varios puñetazos en pleno rostro. Mi nariz se rompe, y sangro a borbotones. Mi pasaporte y mi visa de turista se tiñen de rojo, y arruinan la posibilidad de volver a donde pertenezco. Perseguir un sueño no siempre es algo que acarrea felicidad. Me percato entonces del punto rojo que puede distinguirse a través de un rectángulo incrustado en la pared. Parpadea. Están grabándolo todo. Mi vista se ha nublado y no veo a la hoja de acero abrirse paso por mi ropa y lacerar mi carne, pero la siento. El dolor es atroz. Antes de perder el sentido, suplico en silencio por ella. No vengas. No mueras. A la mierda el giri.





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