domingo, 12 de abril de 2020

仕返し —Relato


Shikaeshi. La única pasión más fuerte que el amor. Creía conocer el dolor, pero estaba equivocado. Mi ignorancia resultaba en cierto modo divertida. Me habían pegado antes, quizás demasiadas veces. El amargo sabor de la sangre estaba profundamente encerrado en mi memoria, junto a una infancia típica. Un padre ausente, una madre demasiado ocupada con tres inmundos trabajos. Llegaba con las manos despellejadas, llenas de heridas y cortes que trataba de disimular con unas tiritas que no se adherían a su piel arrugada, y una sonrisa llena de esperanza. ¿Cómo iba a ser fuente de más preocupaciones? Escondí mis magulladuras entre la ropa holgada y jamás le conté nada. Cada día, cada noche eran un reto para un niño obligado a crecer demasiado deprisa. A veces conseguía escapar ileso, otras en cambio no. Nudillos sucios, gestos iracundos dominaban mi realidad y también mis sueños. El sabor de mi propia sangre, que brotaba entre mis dientes rotos nunca logré olvidarlo. Incluso tras años de tranquilidad, con mi espíritu en paz con mi alma siempre había momentos confusos, señales que me hacían recordar que fui una víctima durante varios años. Silenciosa, pero innegable. Nunca lo superas del todo. Solo tratas de olvidarlo, pero siempre vuelve a ti, como el gélido viento en invierno. Aquellos abusones, felices de someter a un niño más pequeño, de alejar a patadas sus frustraciones, me parecieron en su momento el mal personificado. Entonces no podía entenderlo. Ahora puedo. La vida consta en hacerte valer, y si alguien te desafía has de aceptar el reto. No se puede vivir huyendo.

Los yakuza eran unos profesionales en infligir dolor, al menos los que permanecieron junto a mí, cubierto por una bruma atemporal, donde luz y tinieblas se confundían de forma imperceptible. Una bombilla de LED blanca era mi sol y mi luna. Un astro cruel que apenas me permitía distinguir los rostros de mis carceleros, y solo el brillo del acero me permitía vislumbrar mis propios ojos, con las pupilas dilatadas, llenos de terror. Gaijin. Era la palabra que repetían como un mantra, una mácula que se pegaba a mi piel como una miasma. Sus risas burlonas llenaban mis oídos, martilleando mi cerebro. ¿Por qué tuve que venir? Era imposible para mí adivinar algo así, pero no la realidad sobre ella. Kodomo. Niño. Las carcajadas de mis torturadores escupían aquella sentencia. Se rieron de mi inocencia, de mis románticas pretensiones, de no saber distinguir un juego de la verdad. El engaño es mucho más placentero cuando la víctima lo abraza sin darse cuenta de nada. Aquella irrefutable realidad era peor que todos los golpes y heridas que me infringieron. No acudió porque me mintió cada vez que hablamos, en cada oportunidad que le abrí mi corazón y mi alma. Un juego más para ella. Esas fueron las palabras del oyabun. ¿Decía la verdad o solo quería quebrar mi espíritu? ¿No estaba acaso doblegado? En la mesa yacía mi dedo anular, teñido por un velo morado, sumergido en un vaso lleno de sake. Van hacerme beber de él. Mis ojos apenas se mantenían abiertos, y aunque no soy creyente rogué por perder la consciencia, algo que no me permitieron. El sufrimiento ajeno otorga poder.



Un sonido inesperado irrumpió en la pequeña sala, sacándome de un sopor agradable, que otorgaba un poco de calor en medio de aquella gélida estancia. El tono frustrado de mi captor me sorprendió, y su voz llena de ira reverberó dentro de mis tímpanos. Tiró el móvil contra el suelo y estalló en mil pedazos. Se acercó a mí, con la cara encendida, escupiendo palabras a una velocidad vertiginosa. Me propinó varios puñetazos en mi rostro hinchado, tan fuerte que creí que las nudilleras se quebrarían tan fácilmente como mis huesos. Saciado, se dio la vuelta, se apoyó en la mesa, agarró la botella con violencia y la vació de un solo trago. Debía quedar más de la mitad. Tras hacerlo exhaló un grito de rabia y golpeó con el puño la vieja madera. Las astillas se clavaron en su piel, pero él no pareció darse cuenta.

—Ella ha pagado, perro gaijin. Eres muy afortunado.

—¿Cuándo? —logré balbucear de forma lastimera.

—Hace unos minutos. Me ha sorprendido que lo hiciera, no parecía dispuesta a hacerlo. Me pregunto porque ha cambiado de opinión. No puede ser por una escoria como tú…

El animal que había en mí, apenas vivo, con su vida pendiendo de un hilo quería rugir un desafío, un grito desesperado de triunfo, pero el hombre tomó el control, y mantuvo a la bestia domada, sumisa. El instinto de supervivencia debía prevalecer sobre el orgullo. La línea entre la vida y la muerte era muy fina, y no quería cruzarla. Me arrojó los restos del pasaporte y mi permiso de turista a la cara, cubiertos ya de sangre seca. Cayeron a mis pies, mecidos por la gravedad, auguradores de un complicado destino. Mi corazón latía demasiado rápido, y me dolía el costado de forma terrible. El vendaje de mi mano era firme, pero el líquido carmesí había pintado la venda que la cubría con un estilo cubista, trazado por la mano de un artista de la muerte. Me bajaron del gancho sobre el que me balanceaba, incapaz de decidirme por la vida o la muerte. Me condujeron a rastras por un estrecho pasillo. Mis piernas no me pertenecían, y estaban sumidas en una vigilia ajena a mi voluntad. Un callejón maloliente recibió a mi cuerpo, arrojado sobre una pila de basura. Me dejaron allí, y una vez más, como en mi niñez, unas risas macabras resonaron en mis oídos, y como entonces deseé morir por unos interminables segundos. Pero no iba a suceder. Mi momento no había llegado todavía, y esta vez no cometería el mismo error. No iba a huir.

Shikaeshi. Venganza.

 


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