domingo, 26 de abril de 2020

しね!!! —Relato


Sombras. Cubren mi alma, me acechan sin piedad, inmisericordes. Espectros que flotan sobre mi lecho, con garras y dientes afilados, sin rostro definido. Laceran mi piel, desgarran mi carne, y me sumen en un universo de dolor. Cortan mis dedos, pintan las sábanas de color carmesí, y reptan como ofidios por todo mi cuerpo. Los veo transformarse. Hieden a podredumbre, y dejan su humor viscoso por mi abdomen. Susurran sin voz, con un sonido de ultratumba que viola mi mente. Mi corazón galopa desbocado, dominado por el terror de un recuerdo que no puedo borrar. Un grito desesperado me saca del mundo de las pesadillas. Está amaneciendo. Esbozo una pequeña sonrisa. La quietud del santuario trae algo de paz a mi psique, aunque sea por unos fugaces momentos, donde la verdad se esconde, ruborizada como una joven amante, abrumada por las pretensiones de un joven pretendiente, con el deseo pintado en unos ojos lujuriosos. Me pongo mi kimomo, negro y gris, como mi ánimo, y encima de él, el hakama, que me permite moverme con comodidad. Salgo de mi habitación, y encuentro a mi maestro sentado con las piernas cruzadas y los ojos cerrados, tal vez permitiendo que su mente navegue por otras dimensiones, por otros mundos. Un colibrí penetra volando por el arco, y vuela en círculos, hasta que se posa en el hombro del ojiisan y comienza un canto embriagador. Quiero estar aquí, pero no puedo quedarme. Mi ira contamina este lugar de paz y espiritualidad.
—He fracasado, maestro.
Los ojos del venerable se abrieron despacio, y me observaron sin asomo de recepción en su mirada. Se levantó y se acercó con una amable sonrisa.
—¿Eso piensas, gaijin? La senda de la curación no entiende de estaciones. Tu corazón te hace ver cosas que no existen. No podrías corromper el templo, aunque quisieras. Te abandonaste a tus pasiones, y no sabes retornar al equilibrio.
—Debo parar esto o me volveré loco.
—No podrás volver si renuncias al camino. Te hundirás en la oscuridad.
—Ya estoy allí, sensei. Gomenasai.


La vuelta a la ciudad, incluso rodeado de una hermosa naturaleza trae consigo un profundo desasosiego en mi alma atormentada. Los caminos serpentean alrededor de Fuji-san, temerosos de mancillarlo, rodeándolo de un manto de sakura, la flor de cerezo, cuyo rosa flamenco invita a la meditación y a buscar una paz que nunca he de encontrar. Tokio me recibe con un espectáculo de luces y sonidos estridentes, mapa de los sonidos de un lugar que tiene el sueño imposible de no renuncia a su identidad del ayer. Mi rostro permanece oculto en el fondo de una capucha envuelta en las mismas sombras que pueblan mis sueños. En Japón nadie te mira dos veces, por más extravagante que sea tu aspecto. Si pudieran percibir que soy basura blanca, un elemento decadente que quiere ensuciar su limpio país, la cosa podría ser diferente. Soy un Ronin, y solo la venganza traerá un poco de cordura a mi mente. Yamaguchi-gumi es la organización más grande de Japón, y un enemigo formidable. Sin embargo, Tokio no es su territorio. Se están expandiendo. No puedo derribarlos, pero puedo hacer daño al miserable oyabun, aquel que ordenó torturarme y amputarme un dedo. Lejos de Kobe no era tan poderosos. Paciencia. Algo que jamás he tenido, pero que he aprendido a atesorar dentro de mí. Conozco los callejones, hervidero de locales de apuestas ilegales y prostíbulos, escondidos a plena vista en el barrio de Kabukicho. Despiden un hedor indigno, a droga, sexo barato y muerte. Mi sombra se esconde al amparo de la noche sin estrellas, y es el filo de mi katana el que anuncia mi presencia. Con sangre. Tardaron años en montar su organización al margen del clan Sumiyoshi-kai, los verdaderos dueños de estas calles. Mueren bajo mi filo, y firmo con sangre el símbolo de Yamaguchi. Ellos no me habían hecho nada, pero son un medio para un fin. ¿Por qué no matarlos? El mundo sería un lugar mejor sin ellos. La guerra entre clanes está servida. Dejo que hagan mi trabajo, y se exterminen los unos a las otros. La oscuridad es mi aliada y permanezco en ella, agazapado, mientras saboreo la sangre de mis labios, que mana al sentir la mordedura del éxtasis. Semanas de deleite, de observar la amarga destrucción de los necios que siguen ordenes de jefes que no acostumbran a poner sus vidas en riesgo. Mi momento por fin llega, y salgo de mi agujero, reptando como una cobra, dispuesto a morder a mi presa y llevarla al olvido. Acecho el local de pesadilla durante días, mis ojos se tornan amarillos, y mi lengua bífida se deleita con la idea de la muerte. No es justicia, pero abrazaré la locura de la venganza. Por fin cometen un error, salen por el inmundo callejón donde me arrojaron, apenas con vida, para ser comida de las ratas.
Tres secuaces. Dos mueren antes de que sepan lo que está ocurriendo. Caen, con la garganta seccionada, en un amargo estertor que no parece tener fin. Bajo mi capucha y reveló mi rostro, salpicado por la lluvia. La expresión de mi torturador no tiene precio. Su mandíbula parece desencajada. El oyabun grita desesperado. Mi katana se mueve conmigo, somos uno. No tiene tiempo de sacar su pistola. Cerceno su mano con un corte limpio. No parece tan temible si su víctima no está atada por unas cadenas. El acero se hunde en su estómago. El sabor de su sangre salpica mis labios. Es amarga. El oyabun me mira furioso, con el rostro desencajado por la ira. Comprende que soy el causante de su caída. Agarra su pistola y me apunta con ella, pero estoy demasiado cerca. Es muy lento. Sus costillas se parten bajo el acero, instrumento de mi ira, administrador de la justa venganza.
—¡Shine! ¡Muere!  
Esto no ha terminado. Mi alma no está en paz. No puedo parar.

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