jueves, 13 de febrero de 2020

La esquina —Relato



—¿Puedes venir?

Su voz sonó temblorosa, y no pude evitar imaginármela mordiéndose el labio inferior. Aquella era una señal inequívoca de que los nervios la dominaban, como tantas otras veces. Cerré los ojos por un instante fugaz y fui testigo de su angustia. El pelo alborotado, sostenido por una mano temblorosa e insegura. La voz rota en un fútil intento de ahogar unas lágrimas que no tardarían en deslizarse por sus sonrosadas mejillas. No contesté. No era necesario. Ambos sabíamos que acudiría sin hacer preguntas. ¿Se trataba de lealtad? ¿O tal vez una profunda dependencia?  No podía negarme. Jamás había sido capaz de susurrar un simple no. Ella se aprovecharía de mi debilidad una vez más, para apartarme después como un viejo trapo. Aquel bucle no tenía final. La seguía amando, de una manera inexplicable, más allá de la razón y la cordura. 

El motor del viejo coche rugió con salvajismo, instándome a dar rienda suelta a todas mis frustraciones al amparo de la velocidad. Apreté los dientes, y atemperé mis impulsos. No quería volver a cometer las imprudencias del ayer. Ya había pagado un precio muy alto. Tras un largo y al mismo tiempo melancólico suspiro emprendí el viaje. Ella me esperaba, envuelta en un frágil manto de falsa debilidad. La música a todo volumen penetró con violencia en mis tímpanos, logrando su objetivo: no dejarme pensar demasiado en lo que estaba haciendo. De lo contrario, me daría media vuelta y volvería a casa, donde debía estar. Los árboles se dibujaban como extrañas formas borrosas a mi izquierda, trazadas por un invisible pintor impresionista. Todo era caos a mi alrededor, y delante de mí no parecía esperarme un futuro más halagüeño. Las luces de la ciudad me dieron la bienvenida, cubiertas por un aura fantasmagórica, que sacudieron mi cuerpo mediante fuertes espasmos. Solo ella podía hacerme venir aquí. Maldito lugar. Odiaba la jungla de asfalto. Un siniestro paraje, que te rugía hasta los huesos. No entendía como alguien podría querer vivir entre tanta violencia y desolación. Tras unos interminables minutos de zigzaguear entre calles estrechas y malolientes, llegué a su casa. Una casa gris, desprovista de color, que encajaba como un guante con el desconsuelo que la rodeaba. Suciedad, mugre y desesperanza. Muerte en vida. 



La puerta del portal estaba rota de nuevo. Negué con la cabeza, contrariado y subí los escalones dando pequeños saltos. Poco después mis agrietados nudillos rozaron la madera de una puerta medio desvencijada. Pude escuchar con nitidez sus pequeños y apresurados pasos que me esperaban con impaciencia. El acceso se abrió mediante un leve chirrido, y volví a ver el rostro con el que soñaba todas las noches desde hacía muchos años. Había estado llorando, y su tez nívea parecía más lívida de lo que la recordaba. Sus profundos ojos verdes me miraron con intensidad, y sentí como mi frágil coraza se desvanecía como por ensalmo. 

—Has venido —dijo con un hilo de voz, apenas audible.
—Sabías que lo haría —respondí y traspasé el umbral sin esperar invitación alguna por su parte. Era un viejo ritual sin final.

Todo el apartamento estaba desordenado, con la ropa sucia por el suelo, y los muebles tirados por el salón. La mayoría de ellos estaban rotos, inservibles. Algo grave había pasado. Me di la vuelta y la miré sin pestañear. Maquillaje blanco. Me acerqué a ella y pude distinguir la aureola de unos moratones tapados con destreza a fuerza de repetir la operación una y otra vez a lo largo de los años. Cerré los puños, furioso e indignado. Ella puso su mano sobre mi hombro y me miró con condescendía, recordándome sus palabras de antaño como un absurdo mantra: «Es mi vida. Mi decisión.»
Señaló la ventana que oscilaba de un lado a otro, mecida por un inmisericorde viento. Me asomé esperando ver al hombre que tenía todo lo que yo deseaba, y al que no podía dañar. Sin embargo, él no estaba allí. No vi su figura tosca, ni su cabello mugriento. Aquella era su esquina. No la abandonaba ni de día ni de noche. En su lugar estaba una figura envuelta en sombras, de rasgos orientales, con sus ojos rasgados fijos en el callejón lleno de inmundicia y desesperación. 

—Él lo ha matado —dijo ella, con la voz quebrada. 

La miré sin saber qué decir. Una profunda zozobra se apoderó de todo mi ser. ¿Qué significaba todo aquello? ¿Podríamos estar juntos por fin? El yugo que había aceptado de forma voluntaria se había desvanecido por fin como la lluvia en el verano de nuestra juventud, y un halo de esperanza rodeó mi corazón. Intenté no sonreír, pues aquello le hubiera hecho un daño indescriptible. Por ello me di la vuelta y evité mirarle a la cara. En profundos y oníricos sueños había fantaseado con este momento. Aquel despreciable sujeto desaparecía de su vida, y podría hacerla feliz por fin.  El traficante de cocaína había muerto. Suspiré, y la abracé con fuerza con los ojos entrecerrados. Me había llamado para que la sacase de allí, libre de las férreas ataduras con la que ella misma se había maniatado. Aceptó mi consuelo y durante unos segundos el mundo pareció detenerse, hasta que me susurró unas palabras melosas y malditas. 

—Quiero que lo mates —afirmó—. Debe pagar.

Me separé de ella, incapaz de discernir si hablaba en serio o no. Sus ojos no mentían. Estaba hablando en serio. «Ya lo has hecho antes» repitió varias veces. Bajé la cabeza, descorazonado por la realidad que tenía delante. Era cierto. Lo había hecho antes, hace mucho tiempo. En un lejano pasado del que todavía estaba huyendo. ¿Cómo podía pedirme algo así? Mis manos temblaron y la miré suplicante. La pregunta estaba implícita. Ella asintió. Estaba vendiéndome su amor a un precio terrible. Asentí y salí de aquel pútrido lugar. No podía negarle nada. Ni siquiera el trozo de alma que me quedaba. Unos minutos después volví al apartamento con las manos ensangrentadas. 
Todo por mi reina. 

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