sábado, 14 de noviembre de 2020

La discoteca

El ruido monótono de la música disco traspasó sus tímpanos sin producir otra cosa que un profundo hastío. Aquellos acordes no le despertaban ni la más mínima emoción, ni el más leve deseo de bailar. No había ido allí para eso. Los altavoces retumbaban cada pocos segundos, y se entremezclaban con un griterío absurdo, pero necesario. No había otra forma de hacerse entender. Melissa se concentró en el martini que descansaba sobre la barra, impertérrito en su elegante copa de cóctel, cuyo fino cristal sus labios apenas habían rozado. Alzó la vista y observó su imagen en los cristales que había detrás de la barra. Nunca entendió la finalidad de aquellos espejos. El aspecto de la gente empeoraba a medida que la noche moría, y permitirles ser conscientes de ello era casi un ejercicio de crueldad. No obstante, ella lucía atractiva y sensual, con su melena rizada de tirabuzones negros como una noche sin estrellas, que caía hasta sus hombros con una elegancia inusitada, y su rostro, delgado y alargado era iluminado por unos ojos color de miel, vivos y profundos. Muchos sujetos tambaleantes se acercaron a ella, e intentaron bien sacarla a bailar, bien invitarla a una copa. De sus labios carnosos siempre salió la misma respuesta, una amable negativa. Sintió las miradas lujuriosas sobre el vestido de noche corto que se ajustaba a su cuerpo como un guante, y que dejaba entrever sus largas y buen torneadas piernas.

«¿A qué he venido aquí? Necesito sacármelo de la cabeza».

Los recuerdos del amor de su vida se agolpaban en su memoria, y se paseaban a sus anchas, haciendo suyo su cerebro, apoderándose de todos sus sentidos. La piel se le erizó al volver a sentir las yemas de sus dedos, que recorrían cada milímetro de piel como si le perteneciera por completo. Se mordió el labio de forma instintiva, sin percatarse ni siquiera de ello. Sintió un calor que nacía de sus entrañas solo con pensar en él por unos instantes, o tal vez solo trataba de engañarse. Ocupaba sus pensamientos día y noche. Alan la conocía tan bien, su vínculo era tan profundo, que estaba convencida de que nunca podría volver a enamorarse de nuevo. Estaba decidida a volver a sentir de nuevo, o al menos que su cuerpo temblase en manos de otro. Necesitaba dar al menos ese paso. 

Sus dedos tabaleaban sobre la barra, mientras miraba a su alrededor. Las luces estrambóticas la iluminaban de forma aleatoria, y el ruido la confundía sobremanera. Sus ojos se posaron en un hombre rechoncho, de mirada perdida, que tenía sus ojos fijos en el fondo de un vaso largo de cristal, en cuyo interior morían dos cubitos de hielo, incapaces de resistir el paso del tiempo. Calvo, con una barba descuidada y un aspecto algo desaliñado, parecía estar desubicado por completo en aquel local de moda, a menudo frecuentada por famosos de tres al cuarto y algún deportista de cierto renombre. Diferente a todos los que se habían acercado a ella, utilizando frases hechas y con la mirada dominada por una lujuria natural, que no tenía nada que ver con ella. Completamente distinto a aquel que le había destrozado el corazón. Se encogió de hombros, y se dijo:

«¿Por qué diablos no?»

Se acercó al hombretón, que arqueó las cejas sorprendido. No era muy elocuente, ni se dignó a desnudarla con la mirada como hizo el resto. No fue capaz de dictaminar si era respetuoso o solo la ignoraba por alguna razón. Tal vez no la encontrara atractiva. Aquella posibilidad hirió su orgullo, y coqueteó con él durante largo tiempo, mientras el cristal vacío se agolpaba junto a la barra. Percibió las miradas curiosas de algunos borrachos, incapaces de entender que hacía ella en una actitud tan cariñosa con alguien como él.

—Seguro que el gordo está forrado —afirmó uno, dándose ínfulas de Don Juan. 

Melissa torció el gesto. Odiaba a la gente que daba cosas por supuestas. No soportaba a la gente superficial, ni a los soberbios que se pasaban la vida haciendo suposiciones y categorizándolas como la palabra de Dios. Ella decidía sobre su cuerpo, y estaba segura de que aquel hombre, con aire melancólico y mirada ausente podía ser lo que necesitaba en ese instante de su existencia. Él tenía unos ojos negros, profundos como el mar cubierto por el manto de la noche y unas pestañas muy largas, algo extraño en un hombre. No hablaba de sí mismo, solo respondía a las preguntas de ella de forma mecánica. Al final puso su gran mano sobre su mejilla con delicadeza, y le susurró al oído con suavidad. 

—No sé lo que buscas, pero nada puedo darte. No pertenezco aquí.

—Solo una vez. Sin promesas, ni ataduras.

Él se encogió de hombros, como si en realidad le hiciera un favor a ella. A Melissa no le importó. Le pareció divertido estar en la situación opuesta para variar. Le cogió de la mano y tiró de él. Lo llevó al baño de las mujeres. Había dos chicas charlando animadamente, que pararon de hablar en cuanto los vieron. Ella las ignoró por completo y abrió una de las puertas cerradas y arrojó dentro al hombre. Era un habitáculo sucio y maloliente. No le importó. Se sentó sobre su regazo y lo besó con desesperación. La imagen de Alan acudió a su mente, y ella la rechazó con decisión.

«Largo de aquí, capullo».


Sus lenguas se encontraron, presas de una amarga desesperación. Melissa sintió como se le erizaba la piel y una sensación agradable, olvidada tiempo atrás se adueñaba de su ser. La timidez de él desapareció como por ensalmo, y no quedó ni rastro de ella. Sintió aquellas grandes manos sobre su vestido, su segunda piel, unas veces de forma delicada, otras en cambio con algo de brusquedad, revelando un deseo que crecía dentro de él, algo que pudo sentir al rozarse sus cuerpos al compás de una música arrítmica. Ella sonrío, presa de un júbilo incontrolable. Estaba disfrutando del momento. No había nadie en su mente, más que su propio reflejo, presa de un éxtasis creciente. Las yemas de los dedos de aquel desconocido, al que no había preguntado su nombre se aferraron a sus pechos, que respondieron de inmediato, turgentes, deseosos de ser liberados de aquella prisión de tela que los envolvían. Melissa se acarició el rostro; una gota de sudor se adhirió a sus dedos. Le sobraba aquel vestido de quinientos dólares. Se desprendió de él, y lo arrojó como a un vulgar trapo sin valor. Sus senos quedaron al descubierto, pues no llevaba sostén cuando se ponía aquella prenda. Él se abalanzó sobre ellos, y envolvió aquella dureza intensa, atroz, que le provocaba un dolor que necesitaba ser mitigado, y al sentir aquellos voluminosos labios sobre su piel y los gruesos dedos apretando sobre ella creyó enloquecer. Puso sus manos sobre le pecho de él, que latía con fuerza debajo de una camiseta de vivos colores. Metió la mano por debajo de la prenda y se perdió entre un hilo rizado que discurría entre el mediastino y el tórax. Melissa prácticamente le arrancó la camiseta y descubrió un tatuaje enorme de un dragón oriental. Se quedó inmóvil por un segundo. No era algo que esperase encontrar. Instantes después se reprendió por tener ideas preconcebidas. No sabía nada de él, ni tampoco quería saberlo. Se inclinó sobre él, y pasó su lengua por el pecho de él. Despacio, sin apresurarse. Permaneció allí un rato, y se deleitó con la tensión que percibió en los músculos de su amante. Al final no pudo resistir la tentación y le mordió allí, con frugalidad, con cierta violencia y disfrutó de la respiración agitada que brotaba de él.

Melissa se contoneó provocativa, y frotó su pubis contra la entrepierna de él, de forma insistente. Algo en su interior la impulsaba a colocarse a horcajadas y dejarse llevar. Una fuerte excitación se había adueñado de ella, llenándola por completo, sin dejar lugar para nada más dentro de su mente. Justo lo que necesitaba. De pronto él la rodeo con sus fuertes brazos y la alzó en volandas. La espalda de Melissa rozó la puerta cerrada, pero ella no emitió ni el más leve quejido. Suspiraba con intensidad, dominada por la lujuria del momento. La depositó con sutileza en el mismo lugar que él ocupaba, y tras esbozar una sonrisa libidinosa le bajó el tanga y se deleitó con su dulce aroma. La prenda estaba totalmente mojada, y él se entretuvo en lamerla en toda su extensión, para después guardársela en uno de los bolsillos de sus vaqueros. Melissa dejó escapar un pequeño grito de admiración. Sonrío. El azar le había deparado un amante que sabía lo que debía hacer en cada momento y de la manera adecuada. Él se arrodilló y hundió su rostro entre sus piernas. Sintió su aliento sobre sus ingles, caliente como un horno, y sin darse cuenta de lo que hacía separó más las piernas hasta dejarlas abiertas por completo. Los dedos de sus pies, ocultos dentro de los tacones de aguja se encaramaron unos sobre otros, presas de un placer indescriptible. Aquellas enormes manos se movieron con maestría, cubriendo cada poro de su piel con una corriente eléctrica imposible de controlar. Melissa perdió el escaso control de sus emociones, y se desinhibió por completo. Gimió con desesperación al sentir los labios sobre su sexo, y a la lengua de él perpetrando diabluras por toda vulva. Los dedos de ella se posaron en la cabeza de él, y le instaron a ir más rápido, más profundo, pero él no parecía tener prisa. Perdió la noción del tiempo, y se abandonó a las sensaciones que inundan su cuerpo en oleadas de placer tremendas. La lengua de él se deslizó al interior de su sexo, acompañada por aquellos dedos gruesos y vigorosos. Sintió cómo estallaba en un orgasmo intenso, algo que había olvidado en la soledad de su apartamento, compadeciéndose de sí misma, en lugar de volver a vivir. Flotaba en una nube onírica al mismo tiempo que su amante horadaba su intimidad sin contemplaciones. Los dedos de él se movían dentro de ella mediante fuertes impulsos. Empapados, encontraron aquel deseado lugar, y Melissa exhaló un grito de placer tan enorme que creyó que toda la discoteca lo habría escuchado y que vendrían a sacarlos de allí y echarlos a la calle. No le importó. Experimentó un orgasmo largo, intenso, que la hizo pegar unos pequeños saltitos. 

Pero él no se detuvo. Continuó con aquel juego, en el que se reveló como un verdadero maestro, un absoluto tirano que se había adueñado de su voluntad sin alardear ni fanfarronear ni una sola vez. Introdujo más dedos dentro de ella, y se agitó nerviosa, a pesar del placer que la inundaba. Nadie le había hecho algo así jamás. Sin embargo, no sintió dolor. El gozo continuaba in crescendo; se sentía llena, satisfecha, y cuando sintió la lengua de su amante jugando con su otro orificio le sobrevino otro orgasmo atroz. Pero él siguió. No paraba de acariciarla. Utilizaba su boca, sus dedos, y ella no podía dejar de gemir, abandonada a un placer que no era posible sentir. Desvió la mirada hacía abajo y cuando él levanto la cabeza constató que no podía ver ninguno de sus dedos. Suspiró, parte escandalizada y parte agradecida. No había sentido ni el más nimio dolor, solo un deleite indescriptible. La barba de él estaba igualmente empapada, y una sonrisa lujuriosa se asomaba entre aquellos sensuales labios.

—Por favor… —rogó ella. No fue explicita. No era necesario. 

Se incorporó despacio, y cuando sus dedos salieron de su interior Melissa sintió una sensación de abandono terrible. Necesitaba sentirse saciada. Los vaqueros acabaron encima del vestido de ella, y cuando quedó totalmente desnudo ella se abalanzó sobre su miembro, erecto, con una única gota que adornaba la punta de este. Era grueso y venoso. Melissa supo que disfrutaría de él tanto como había disfrutado del resto de su cuerpo. Pasó su lengua por el tronco despacio, disfrutando de cada rincón del mismo, mientras masajeaba los testículos entre sus manos húmedas de saliva. Él suspiraba de placer, pero la observaba en silencio, sin aspavientos, dejándola hacer su voluntad. Era su turno. Le tocaba demostrar sus cualidades.

Se introdujo el miembro y dejó que este se deslizara por su garganta despacio. Movió la cabeza adelante y atrás mientras miraba de reojo al hombre, que con los ojos cerrados murmuraba algo, pero no acertó a saber de qué se trataba. La mano derecha de él se posó entre sus rizos, y jugueteó con ellos; permitió que sus dedos acariciasen los densos tirabuzones. Sin brusquedad, incluso con un cariño inusual. Halagada, se conjuró para obsequiarle con un sexo oral exquisito, y por fin logró que desapareciera por entero dentro de su boca. Llevaba tiempo sin hacerlo, pero aquello era como montar en bicicleta. Nunca se olvidaba. Respiró despacio por la nariz, y se concentró en mover la cabeza adelante y atrás, succionando aquel vigoroso músculo. Sintió las convulsiones de él y notó como su amante iba alcanzar el orgasmo. Nunca lo había hecho, pero una vez más se repitió a sí misma.

«¿Por qué no?»

Dejó que la simiente cayese por su garganta. Era salada, y disfrutó enormemente al saborearla. Melissa se incorporó con los ojos brillantes. Él asintió despacio. Seguía estando preparado. El hombre sin nombre se agachó y rebuscó algo en uno de los bolsillos traseros de sus pantalones. Extrajo de allí un preservativo que se colocó sin tardanza. Ella se giró y apoyó las manos en los fríos azulejos. Notó como él le separaba las piernas y tras estimular su centro de placer con los dedos durante unos segundos, le introdujo su miembro con cierta parsimonia. Ella jadeaba con mayor énfasis a medida que las embestidas crecían en ritmo e intensidad. Tuvo otro orgasmo mientras escuchaba los jadeos de él, más propios de un animal que de un ser humano. Le profanó el recto con un dedo rugoso, y dejo que se deslizara dentro de ella sin moverlo ni un ápice. Se sentía confundida. No le dolía. Aquello la excitó aún más si cabe, y se abandonó a una sucesión de gemidos entrecortados. Había perdido el control de tiempo, pero fue consciente de que permanecieron en esta postura durante largo rato. Volvió a experimentar otro orgasmo. Justo después la levantó de nuevo y la sentó sobre él. Continuaron con su danza de pasión. Sus cuerpos sudorosos se adherían el uno al otro, y las manos de ambos no paraban de recorrer cada milímetro de piel. Sus lenguas se buscaban con angustia. Necesitaban sentir aquel contacto al tiempo que las caderas de ambos bailaban una danza frenética que no parecía tener fin. Tan solo quedaba la rúbrica. Melissa estaba dominada por un fuerte delirio, y el control del que tan orgullosa en su vida diaria se había convertido en una quimera inalcanzable.

«Sodomízame».

No era una petición, sino una orden. Él solo asintió levemente y se dispuso a satisfacer sus deseos. Estimuló primero la zona con dos dedos que fueron hollando aquel estrecho paso. Ensalivados, poco a poco, montados uno sobre lograron su objetivo. Melissa notó por primera vez un leve dolor, pero pronto dejó paso a una creciente sensación placentera. La satisfacción era enorme. Se mordía los labios con el fin de evitar gritar como una posesa. Y por fin llegó el momento. Notó como el recio miembro se abría paso, lentamente, sin presión. Sus caderas eran las que se movían hacia él, deseosas de sentir toda aquella pasión en su interior. Cuando sucedió experimento otro orgasmo, brutal, intenso, la mayor oleada de placer que había experimentado en toda su vida. Instantes después sintió como él se agitaba presa de un frenesí animal, y escuchó aquella voz grave gemir como una bestia iracunda. Se separó de ella despacio y se deshizo del preservativo, arrojándolo a la taza del váter. El sonido de la bomba se entremezcló con el estridente ruido de la música. Una vez agotada la pasión volvieron a conectar con el mundo real, y se agitaron nerviosos, inseguros de cómo debían comportarse. Él recogió su vestido y se lo tendió con una leve sonrisa. Melissa lo aceptó algo ruborizada. Aquello había excedido todas sus expectativas. El hombre sin nombre se vistió despacio y tras darle un cariñoso beso en la frente abrió la puerta y salió de allí sin articular palabra. Melissa se asomó por el hueco de la puerta. No había nadie. Se sentó unos minutos, totalmente agotada. ¿Cuánto tiempo habría pasado? No estaba segura. Su pequeño reloj de pulsera, cubierto de vaho se había detenido. Estaba tranquila, relajada. Su respiración era lenta. Se sentía genial. Era dueña de sus actos y había elegido hacer aquello. Sonrío feliz y murmuró las últimas palabras antes de salir de allí.

—Jódete, Alan.



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