domingo, 16 de febrero de 2020

La huida —Relato



—No soy Vanessa.
Ella era una chica feliz, con una sonrisa perenne en su rostro de mármol. El tiempo pasaba de puntillas sin mancillarla, sin corromper ni su belleza ni su espíritu. Todo eran risas a su alrededor y un halo de felicidad envolvía a quiénes les rodeaban. Demasiado hermoso, demasiado fácil. Poderoso enemigo resultó ser el tedio. La algarabía se tornó en rutina, y dejó de apreciarla como el tesoro que era. El castillo de naipes que era su vida se vino debajo de forma repentina y dolorosa. Confundió valor y temeridad, aceptando retos absurdos solo por probarse a sí misma que podía hacer cualquier cosa. Deseó cambiar al diablo, ser la única en dominarlo y presumir de aquel logro imposible. La soberbia se reflejaba en el amargo espejo de la realidad. Fracasó. Se hundió en un mundo que consideraba pueril, propio de escoria. Se aferró a aquel oscuro ser con todas sus fuerzas, por miedo a verse repudiada y perderlo a él también.  Cayó al abismo, y apenas se mantuvo a flote entre dosis y dosis.
«No soy Vanessa»
Solo soy una apestosa drogadicta, tan mezquina y manipuladora como él. Todos me llaman Lilith. Un nombre adecuado para aquello en lo que me he convertido. Excepto él, quien conduce con el rostro desencajado, con un gesto imperturbable, sin rastro de emoción alguna en el rostro. Una mascara insondable recubre su faz, pero sé lo que hay bajo ella. Dolor. Tan profundo, tan hondo, que si se permitiese pensar en lo que está haciendo tendría que gritar tan fuerte que podría desgarrar hasta el firmamento. Sus manos conservan la sangre seca de mi víctima. No había tiempo que perder. Ellos se enterarían pronto. No tenían otra alternativa. ¿Quiero vivir? Ya no estoy segura. Quizá sería menos egoísta abandonar este mundo absurdo. Me duelen los ojos. Me arden y no es debido a falsas lágrimas compasivas. Mi víctima. Pero mis manos están limpias. Tanto como mi conciencia, inmaculada, sin rastro de remordimiento alguno. Él quiere a Vanessa, no a Lilith. Cree que está escondida en algún lado, suplicando ayuda. Un ruego que nadie más escucha.
«Amas a un cadáver, amigo Jon».


Mi salvador arquea las cejas mediante un gesto mecánico, que lleva toda la vida realizando. Sus finos dedos acarician el retrovisor interior, empecinado en ajustarlo de forma impecable. Su rostro palidece durante unos interminables segundos, a pesar de que no está sorprendido. Sus ojos verdes me miran de soslayo, teñidos de preocupación. Parecen querer advertirme sobre el peligro en el que nos encontramos. Divertido. Soy yo la responsable de todo esto. Le sonrío con suavidad, agradecida. Es una lástima que no se quiera a sí mismo ni la mitad de lo ama a Vanessa, aquella chica que solo pervive en su memoria, donde ha podido idealizarla a su antojo. El rugido atronador de las motos se hace patente a cada segundo, y ahoga el suave ronroneo de nuestro motor sin esfuerzo aparente. Una fuerte sacudida nos envuelve cuando el pie de Jon pisa a fondo tras cambiar de marcha, y no puedo evitar hundirme en el asiento de cuero. Mi respiración se corta de forma súbita, mientras observo a nuestro vehículo dando bandazos al tiempo que se introduce campo a través. Giro la cabeza justo a tiempo para ver un fogonazo directo hacía nosotros. Recortadas. Sostenidas por individuos de miradas hoscas y ojos inyectados en sangre. Los hombres del chino conocían muy bien su oficio. Asesinos consumados y con experiencia. Se desplazaban casi siempre en motocicletas de gran cilindrada, lo que les dotaba de una movilidad esencial para cazar a sus presas. Parecían un solo ser, y trataron de extinguir la poca distancia que nos separaba de ellos.
Jon no es estúpido. La adrenalina domina sus acciones, pero su expresión es resuelta y confiada. Ya ha lidiado con situaciones como esta en el pasado. Por ese motivo lo he llamado. Él debe saberlo. La cañada está repleta de baches y terreno desigual. El coche avanza dando pequeños saltos, y he de aferrarme al asiento con fuerza para no dar con la cabeza en el techo. Un fuerte estruendo se escucha a nuestras espaldas, acompañado de unos gritos iracundos en mandarín. Una de las máquinas acaba en el suelo, dando varias vueltas de campana. Otras dos corren la misma suerte. Los disparos zumban a nuestro alrededor, mediante un ruido ensordecedor. Miro a Jon en un parpadeo. Su rostro refleja una involuntaria sonrisa, que ni siquiera es consciente de haber dibujado. Tal vez esté recordando sus días en Irak. Su instinto nos guía por el accidentado terreno, por el que conduce con una destreza asombrosa. Había oído rumores de lo bueno que era en esto, pero nunca habría imaginado que fueran reales. No hasta este punto. Dos sicarios se acercan por los lados, y nos apuntan con gesto amenazador. Están cerca, al lado de las ventanillas. Puedo oler el óxido del cañón de la escopeta. Todo va a terminar…
—Confía en mí, princesa…
Jon pisa el freno de golpe y un chirrido agonizante brota de los neumáticos que ahogan el ruido de los disparos. Agarra el freno de mano y lo acciona con rapidez El Fiat da varias vueltas de campana. Todo gira a gran velocidad, y mi vida vuelve a pasar ante mis ojos otra vez. La misma rutina de cada día, pero esta vez sin cocaína cerca de mis labios. Siento como un par de costillas se rompen y acabo escupiendo sangre. Los segundos en los que volamos parecen eternos, pero acabamos por dejar de balancearnos. Estamos boca abajo. Jon sangra de forma abundante. Escupe sangre, pero logra sonreír. Tras desabrocharse el cinturón en una postura acrobática, hace lo propio conmigo. Salimos del coche por una de las ventanas, arrastrándonos como ofidios. Los motoristas yacen unos metros más adelante, con el pecho agujereado, víctimas involuntarias del fuego cruzado. La fuerte mano de Jon me ayuda a incorporarme.
—Vámonos, Lilith.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Entrada importante

Dos damas con carácter: conociendo a Eva —Cristy Herrera

Cada nuevo paso de la autora dentro de la literatura es una confirmación de lo que ha venido apuntando desde sus primeros pasos. Cada manusc...