martes, 8 de diciembre de 2020

La maldición —Relato

Jonk se tambaleó. Hacía tiempo que no estaba tan borracho. El callejón, aunque maloliente parecía confortable. Aquella agrupación de bolsas de basuras tenía el aspecto de un colchón mullido de algodón. La puerta de hierro aún chirriaba. Era el tercer bar del que le echaban en media hora. Aquella vez el matón de turno había empleado la puerta de atrás. El hombre era de baja estatura y su aspecto era desaliñado. Sus ropas estaban sucias y su calzado estaba roto por las suelas. Llevaba una luenga barba llena de canas. Jonk tosió con fuertes espasmos y a punto estuvo de caer al suelo. Finalmente decidió recostarse encima de las bolsas de plástico y esperar el nuevo día.

—Ojalá mañana no despertase —afirmó en voz alta, mientras cerraba los ojos
.
Un gran estruendo sacó al holandés de sus extraños sueños. Abrió los ojos y se quedó estupefacto. Al fondo de la callejuela había un hombre y una mujer vestidos con extraños ropajes que luchaban con unas grandes espadas. La borrachera se le quitó de golpe. Todos sus instintos le gritaban: «¡Huye!» Lamentablemente las piernas no le respondían. Jonk se quedó dubitativo. Quizá fuesen unos ángeles que disputaban por el honor de llevarle con Dios; o tal vez fuesen seguidores de Satán. Tras todo lo que le había ocurrido en el último año era justo lo que necesitaba. Ahora podría encontrar en manos de unos extraños lo que no tuvo el valor de hacer él mismo. 

Al fin consiguió levantarse y se acercó a trompicones al centro de la refriega. El hombre era altísimo y musculoso. Tenía el pelo largo y rizado y en los brazos llevaba numerosos tatuajes y algún que otro brazalete. Le cubría los genitales un taparrabos como los de las películas de bárbaros de la década de los ochenta. Su espada era enorme. Tenía la empuñadura diversos adornos, lo mismo que la hoja. La mujer era hermosísima. La más bella que Jonk había visto en mucho tiempo. Su pelo era corto y como su adversario llevaba tatuajes y brazaletes en sus extremidades superiores. Un bikini casi roto tapaba lo justo sus grandes atributos. Estaba descalza. Su hoja era algo más pequeña, pero igualmente adornada. Una fantasmagórica luz los envolvía a ambos como en una bruma que impedía apreciar la presencia de colores. Jonk se sitúo frente a ellos. Aunque parecían absortos notó como ella lo miró de reojo mas no dijo nada.

—¡Eh! —gritó con voz ronca— ¿Qué estáis haciendo? ¡Vamos, decídmelo!

Solo el guerrero le miró, sorprendido. El golpe fue certero pero letal. La espada atravesó carne, músculo y hueso. El hombre vómito sangre y cayó hacia atrás sobre unos cubos de basura. Se produjo un ruido metálico que no cesó hasta que la última de las tapas acabó de girar. Aún pudo el bárbaro levantar la cabeza. Miró a Jonk con expresión horrorizada y le dijo:

—Yul nitre mir lopper kun liver morem. ¡Vremiak tolousej minat erianis!

Finalmente murió. Antes de que pudiese analizar lo ocurrido sintió como la mujer se aproximaba. Se giró y la observó detenidamente. Ella sonrío. Un fuego olvidado creció en el pecho de Jonk al sentir los labios de la extraña en un largo beso. Después volvió a sonreírle e hizo un gesto con la mano. Una neblina la envolvió y desapareció de allí. Al antiguo contable le pareció que ella lo observaba con lastima. Pronto todo quedó nuevamente en la oscuridad y desapareció todo rastro de los extranjeros excepto la espada de la mujer y el recuerdo de las extrañas palabras del moribundo. 

Jonk se abalanzó sobre el inodoro, como si la entrada de las minas del rey Salomón estuviera allí. Vomitó una vez más. Ya iban cinco veces a lo largo de la mañana, aunque el ex contable no se preocupaba mucho de ello. Tal vez consiguiese pasar un buen día. Al fin y al cabo, había despertado en su lecho. No en un burdel, ni en un callejón. Al holandés se le erizó el vello al recordarlo. Le había parecido un sueño especialmente vivido. Recordaba nítidamente el sonido del metal chocando y chirriando, y la bruma que absorbía los colores. Incluso el dulce sabor de los labios de la mujer, que anhelaba volver a saborear. ¿Qué diría su antiguo psicólogo de esto? Seguramente revelaría algún antiguo trauma, o exacerbaría un complejo de inferioridad. Malditos hijos de puta. Todos los psiquiatras y psicólogos le sacaban de quicio. Jonk se arrastró al salón y giró con dificultad la llave del armario, pues ambas manos le temblaban. Sus ojos miraron con tristeza su reflejo en los largos vasos de cristal, pero aún no se compadecía lo suficiente como para plantearse dejarlo. Agarró una botella de Jack Daniels medio vacía, y arrojando al suelo el tapón, le propinó un largo y húmedo beso a su única compañera.

Una hora después el mundo de Jonk había cambiado por completo. Se sentía como en un torbellino, incapaz de discernir ningún punto cardinal. El techo de su salón descendía vertiginosamente sobre él. Intentaba detenerlo interponiendo una mano —la otra se aferraba a la botella vacía— pero en vano. La techumbre no lo aplastaba, pero la angustia crecía, haciendo que el corazón le palpitase con violencia. Jonk rezaba para quedarse dormido, tal como hacía siempre. Aquella era la única razón por la creía en Dios. El antiguo tesorero hablaba con él muchas veces, pero nunca había recibido respuesta. Lo que hacía no era inusual. Muchos en similar situación también lo realizaban. Era algo tan viejo como el tiempo. Por obra y gracia de Dios, o tal vez por obra y gracia del bourbon, Jonk consiguió lo que deseaba, y quedo sumido en la negrura nuevamente.

El holandés detestaba soñar. Desde hacía tres años tenía pesadillas recurrentes. O bien estaba al borde de un edificio, o bien al de un acantilado, o de cualquier otro lugar a cientos de metros de altura. Lamentablemente habían resultado premonitorios. Paulatinamente lo había ido perdiendo todo, absolutamente todo. Su mujer, su trabajo, sus amigos, incluso la cordura. Pronto le sería embargada la casa. ¿Adónde iría entonces? Tal vez entonces encontrase el valor para hacer lo necesario. Aún en sueños sentía como las nauseas le perseguían, indefectiblemente, sin descanso. 

El alcohol recorría su sangre, envenenándole, embotando su cuerpo y su mente, pero no lo suficiente. Anhelaba llegar a ese punto de no retorno, donde no percibiría nada. Ni alegría ni tristeza, ni ira ni paz. Solo un amplió vacío, un cielo en blanco. Sin embargo, no fue así. Sus ojos veían un cielo azul intenso, sobre el que planeaban exóticas aves, apareciendo intermitentemente entre las nubes de algodón. Un gran grupo volaba junto, descendiendo desde la atmósfera sobre un mar picado. Entre el furioso oleaje zozobraba una extraña embarcación, de forma indefinida, a camino entre un triángulo y una elipse. Su tamaño era pequeño, pero desafiaba valientemente a la tormenta. No debía de tener más de cinco metros de eslora, y sobre un promontorio una delgada figura se aferraba a una larga barra de madera coronada por una figura en forma de abanico, de la que unas manos femeninas tiraban con fuerza. El viento agitaba con violencia las raídas velas, echando hacia atrás la capucha de la gobernanta del esquife. Jonk la reconoció al instante. Nunca olvidaría ese rostro, sobre todo esos sedosos labios. Dio un respingo. Sintió como unas palabras eran susurradas en su cerebro, lentamente y con dificultad, como inseguras de ser pronunciadas.

—J-o-n-k-, ... A-y-u-d-a. A-n-t-e-s d-e- q-u-e- s-e-a- t-a-r-d-e- p-a-r-a- l-o-s- d-o-s-.

Un olor nauseabundo fue lo primero que percibió al volver a la consciencia. Se había vomitado encima. Negó contrariado con la cabeza. No sabía si alegrarse o entristecerse por no haber emulado a Bon Scott o a Hendrix. Quizá fuera mejor así, pues sus veintisiete ya habían quedado atrás hace algún tiempo. Tenía la boca reseca, así que se encaminó nuevamente al mueble bar. Se sirvió ginebra en un vaso con una rodaja de limón. Apuró su bebida de un trago, y al hacerlo se sintió mucho mejor. 

Se sentó en un confortable sillón, y echó la cabeza hacía atrás. Al hacerlo la misteriosa mujer le vino a la embotada cabeza. Puede que su rostro correspondiese al de alguien que había visto. Tal vez solo era el reflejo de una atracción física. Sería la primera vez desde que Anna le dejó. Al pensar en su mujer sintió una mezcla de sensaciones, entre comprensión y reproche, entre odio y amor, e incluso entre asco y placer. Sus ojos visualizaron de nuevo el húmedo beso de agradecimiento que le había dado. ¿Podía un sueño recrear el sabor o el olor? Jonk no lo sabía, pero tuvo que aceptar la afirmación por respuesta.

«Soy un maldito borracho, pero no estoy totalmente loco. Al menos, todavía no». 

En el interior del holandés algo se despertó. Sus ojos brillaron por unos momentos, tal como hacían a menudo hasta hace un lustro, guiados por un nuevo propósito, por una nueva acción. 
—Siempre tendré tiempo de cubrirme de más mierda —dijo en voz alta, como si alguien le estuviese escuchando.

A trompicones se acercó al baño. Encendió la luz, aunque al instante se arrepintió. Su aspecto era lamentable. Parecía recién salido de las alcantarillas. «¿Por qué? ¿Por qué he acabado así? ¿Por qué lo he perdido todo?» Amargas lágrimas corrieron por sus mugrientas mejillas, más de rabia que de pena. Se desahogo durante más de media hora, sacando todo su dolor fuera por primera vez en meses. 
Después recuperó la determinación en su mirada, y se quitó la ropa. Su piel estaba pálida. Las costillas se le notaban en demasía. Había adelgazado considerablemente en los últimos meses. Raramente comía. Se mantenía basándose en bourbon, whisky, y Ginebra. Sonrió levemente. Hace un par de años estaba gordo. Pesaba demasiado, y era motivo de burla de sus compañeros en la oficina. Ahora estaba demacrado. Era como si una apisonadora le hubiera pasado por encima. Aunque pueda parecer extraño, Jonk añoraba su anterior aspecto. No era más que una remembranza de tiempos mejores, en los que todo iba bien, tiempos en lo que creía ser feliz. 

La ducha se prolongó durante otra media hora. El agua tenía la virtud de purificarlo todo, actuando como un bálsamo sobre el cansado cuerpo del holandés. Rebuscó en el armario con impaciencia hasta que halló una vieja máquina de afeitar, marca Philips. Hacía años que no la usaba. Fue un regalo de su hermana al cumplir los catorce años. ¿Dónde estaba ella ahora? Tenía miedo de cortarse si usaba las cuchillas. De eso, y de sufrir alguna tentación desagradable. Su cuerpo sufría pequeños espasmos. 

«Dios mío, tan solo ha pasado una hora desde el último trago». Se sintió como un miserable, y desechó el acercarse a la bebida al menos por unas horas. Quizá no la necesitase ya.

—Me encanta mentirme por la mañana —dijo suavemente.

Consternado, observó como no tenía ningún traje. Todos le quedaban enormes. Necesitaba uno. Lo necesitaba tanto como echar un buen trago. Su espíritu se lo exigía. Se puso unos vaqueros descoloridos y una camisa de cuadros. Se calzó unas deportivas, y se encaminó a su habitación. No quiso observar el aspecto de la estancia, y se limitó a buscar en un cajón un sobre lleno de florines. Lo guardó en uno de los bolsillos de su camisa, y se dispuso a salir de casa. De pronto se dio cuenta que no sabía qué día era. Encendió la televisión. Las imágenes se sucedían mientras saltaba de un canal a otro. Veintidós de septiembre. Se giró para marcharse, pero no pudo hacerlo. La pantalla mostraba el callejón. Jonk abrió los ojos de par en par. Debía tratarse de un error. Sin embargo, la escena era nítida. Las luces de neón de la parte trasera del bar, la basura amontonada, y el cuerpo de un hombre enorme parcialmente tapado por una sábana. Una joven periodista estaba entrevistando a un policía de avanzada edad, con gesto ausente, que masticaba un palillo de dientes. El volumen del aparato subió mediante el mando a distancia accionado por Jonk.

—...sí, es cierto que se trata de un crimen atípico, pues lo que ha causado la muerte del individuo ha sido un arma blanca de gran tamaño.

—¿De qué tamaño? ¿Podría ser un poco más concreto?

—No lo sé con exactitud. Estamos esperando un experto del museo de historia natural.

—¿Del museo de historia natural? —La joven mujer se había quedado pasmada ante las declaraciones del agente —¿Qué era entonces? ¿Una espada?

—Usted lo ha dicho.

Jonk se sentó sobre el suelo, incapaz de permanecer de pie por más tiempo. Apagó el aparato, y se tapó el rostro con las manos.

—Dios bendito, ayudame.

Por primera vez en mucho tiempo Jonk estaba demasiado asustado como para pensar en beber. Su anquilosada mente trazó un plan para hacer frente a todo lo que se le venía encima. Tomó un taxi al centro de Ámsterdam. Pensó que allí pasaría desapercibido con relativa facilidad. Las calles estaban atestadas de gente, como siempre. El ex contable se sumergió de lleno en la riada humana e intentó ser uno más de la marabunta. Un rato después entró en una peluquería que estaba llena hasta los topes, y se sentó en un mullido asiento. Cogió de un revistero un periódico con el que ocultó su rostro mientras simulaba leer. Tiempo después un carraspeo le hizo alzar la vista, y observar el semblante que requería su atención. Jonk sintió como su corazón daba un vuelco. Era ella. La mujer que presidía sus sueños, ¿o acaso sus pesadillas? La dueña de los labios de seda...

—Señor —dijo una voz aguda—, ¿desea cortarse el cabello únicamente o alguna otra cosa además? —La voz devolvió a Jonk a la realidad. El rostro que anhelaba se difuminó como por encanto, apareciendo uno más joven, con diversos piercings a lo largo del mismo. ¿Qué diablos le estaba ocurriendo?

—Sí —replicó con voz temblorosa— Quiero teñirme el pelo.

—¿Qué tono le gustaría? —le preguntó la peluquera, extrañada. No era frecuente que un hombre de más de cuarenta años optara por el tinte, aunque no era ni mucho menos el primero, sobre todo en una ciudad como Ámsterdam.

—Del que tu elijas guapa. Del que tu elijas.

Una hora después salió del local y se encaminó a unos grandes almacenes que había no lejos de allí. Observó los escaparates con curiosidad. El corte de los trajes había cambiado bastante desde que él los usaba. Suspiró con nerviosismo. Ahora iba a pasar su primer test. En su anterior vida era un cliente habitual de aquella tienda. Los escaparates estaban llenos de distintas vestimentas, todas ellas sumamente elegantes. Trajes que más de una vez había llevado con orgullo. Armani, Versace, Vitorio y Lucchino... 

Jonk súbitamente sintió un pinchazo en su cabeza y sus ojos se tornaron blancos. Cayó de rodillas, dominado por un dolor tan intenso que le impidió incorporarse. Veía personas agitando los brazos y tendiéndole sus manos, ¿pero por qué estaban tan lejos? Una bruma los envolvía y los veía diferentes, como si estuviese viendo los canales de un televisor cuya antena estaba mal ajustada. Un fogonazo de luz blanca lo cegó, y todo lo que percibió fue estática. Miró a su derecha. Las vidrieras ya no estaban allí. En su lugar había unas cúpulas de cristal que contenían unas desvencijadas armaduras metálicas, pintadas de llamativos colores. Las corazas sostenían largas armas herrumbrosas, cuyos filos custodiaban yelmos con figuras de pesadilla. Al fondo del pasillo, había una extraña hendidura. Tenía forma de medio arco, y los bordes de la misma la conformaban rocas en relieve que mudaban de color cada pocos segundos. La luz no pasaba a través de la abertura. Parecía una pared pintada de negro, de no ser porque de vez en cuando extrañas y polimorfas formas fluctuaban en la negrura. Jonk sintió como el vello se le erizaba, mientras ominosas figuras volaban en torno al vano. El hombre sintió una extraña sensación recorriendo sus venas. Un torrente helado le atenazaba como una mano de hierro, obligándolo a no apartar los ojos de las oscuras formas. Una brisa helada le trajo a su confundido cerebro dos palabras, que se vio impelido a pronunciar...

—Déjà vu.... 

Las luces de colores se apagaron como si alguien hubiese apretado un interruptor. Todo quedó sumido en la negrura. Sin embargo, de algún modo, Jonk podía ver tan claro como si fuese mediodía. Eso le inquietó, pero no tanto como para no dejar de mirar. Un humo blanco comenzó a reptar por el suelo, reptando como un ofidio. Lentamente ante sus atónitos ojos formó una figura blanca, transparente como la de una sábana vieja. Jonk se estremeció al vislumbrar a la mujer que deseaba mirándole con unas cuencas vacías, y señalándole con un dedo desprovisto de piel y músculos, al tiempo que su rostro se consumía y una calavera tomaba su lugar. Las mandíbulas se abrieron y de ellas brotó un sonido que el holandés sintió estallar en su mente.

—«J-o-n-k- t-e- a-ñ-o-r-o-. P-r-o-n-t-o-. P-r-o-n-t-o-». 

Tuvo tiempo de gritar.

—¿Ha pensado usted en acudir a alcohólicos anónimos? —La pregunta no le sorprendió. En realidad la estaba esperando. 

Miró fijamente al médico que le estaba atendiendo. Era de mediana de edad, y se atusaba una espesa barba con la patilla de sus gafas, mientras leía el informe del laboratorio con expresión ausente. Quizá estaba acostumbrado a ver casos como el suyo a diario. Jonk se sentía sumamente confuso. Despertar en la cama de un hospital no es algo que le guste a nadie, y aún menos si desconoce como ha ido a parar allí. Una luz tenue entraba por una ventana sin cortinas, permitiendo que la artificial estuviese apagada. La habitación era pequeña, pero tenía lo necesario: un armario, una cómoda e incluso un pequeño televisor situado un par de metros por encima de su cabeza.

—¿Tan obvio resulta? —preguntó Jonk.

—Naturalmente —contestó el facultativo con una amplía sonrisa—. La presencia del alcohol en su sangre es notable, asimismo como en algunos tejidos residuales. Su hígado se encuentra bastante deteriorado...

—¿A dónde quiere ir a parar? —le atajó el antiguo contable, disgustado porque se percataba de lo el médico le iba a decir, y no tenía deseos de que el reproche se alargará más de lo estrictamente necesario.

—Usted ya conoce la respuesta, de eso estoy seguro al cien por cien —dijo el doctor mientras paseaba alrededor de la cama—. Si persiste en ignorar las directrices de los especialistas, le garantizo que será como si se cavase su propia fosa, amigo.

—De acuerdo, eminencia. —replicó Jonk con marcado cinismo—. Ya ha soltado lo suyo. Efectivamente, nada de lo que me ha dicho es nuevo. ¿Cuándo puedo marcharme?

—Cuando usted quiera —concedió el médico mirándole con compasión.

Dos horas después Jonk se encontraba vistiéndose con tranquilidad. Se ataba los botones de su camisa con lentitud al tiempo que leía el informe medico que le habían entregado. Arrugó las hojas y las tiró a un cubo de basura cercano. Ya no había vuelta atrás. ¿Por qué molestarse en intentar cambiarlo todo? ¿Con qué objetivo iba a motivarse? Desintoxicarse solo le llevaría a percibir con más eficacia la miseria de estar vivo. Su mujer no iba a volver. Su trabajo tampoco. Ansiaba el olvido que le proporcionaba la botella. Echaba en falta la calidez del whisky o del bourbon. No necesitaba una mente preclara. Realmente se había vuelto loco. Sufría alucinaciones continuamente. ¡Pero eran tan extrañas! Tal vez aquello fuese bueno, pensó. Un poco de emoción antes del gran salto. Las manos continuaban temblándole, tanto que le costó abotonarse los vaqueros. La prudencia, el deseo de encontrar a la joven pasó al olvido. Todo lo había imaginado. No podía anclarse en ningún lado. Solo le quedaba un deseo, un anhelo.

—¿Viene alguien a buscarle señor? —le preguntó una enfermera desde el hueco de la puerta abierta— ¿O desea que le pida un taxi?

—No, gracias —respondió con voz apenas audible—. Espero a alguien. 

—Estupendo, señor —dijo ella dibujando una encantadora sonrisa—. ¿Algún familiar?

—¿Familia? En cierta forma —contestó sonriendo a su vez—. Espero a mi viejo amigo, el gran Jack Daniels. 

El dependiente le tendió una bolsa grande de color caqui totalmente opaca. La voz del hombre era rasgada, pero en ella se adivinaba un leve tinte de lastima. Jonk la agarró con ambas manos, temeroso de que no aguantase el peso de las botellas de cristal. El local tenía un aspecto deprimente, plagado de sombras y oscuridad. Había recipientes vacíos colocados a modo de adorno por doquier. Cada uno de ellos parecía contar una historia. No un cuento de hadas, sino una narración de miseria y desolación. Jonk pensó en el número de sucios borrachos que habían acudido aquí a hacer su última compra, antes de reunirse con el hacedor, si es que aún podían creer en él. Sin más dilación pagó su cuenta, y se marchó tambaleándose por el peso de su carga. 

La noche era agradable. Hacía mucho calor, aunque era mitigado por una suave brisa. Jonk caminó lentamente hacia su apartamento. Sus pasos eran cortos, y los efectuaba de una forma simétrica. Seguramente sería la última vez que pisaría las calles de su amada Ámsterdam, y deseaba alargar unos minutos más su despedida. A lo largo de su vida había recorrido aquel camino miles de veces. Tantas que siempre presumía de que podía volver a casa con los ojos cerrados. Jonk sonrió y lo puso en práctica. Al principió su marcha fue irregular, aunque pronto se relajó y caminó con total seguridad. Los recuerdos volvieron a él como las hojas caídas en otoño. Volaban por encima de su cabeza, para luego posarse suavemente sobre él. 

<<Se vio con tan solo diez años de edad corriendo por estas mismas calles, apresurándose por volver a casa. Corría velozmente, tal como hacía todos los días al salir de aquel rígido colegio católico. Su madre debía estar esperándolo. La puerta del portal estaba abierta, y la cruzó con ansiedad. Subía los escalones de dos en dos y de tres en tres, impaciente por abrazar a su progenitora. A pesar de su juventud enseguida se dio cuenta de que algo iba mal. La puerta de roble estaba entreabierta, y el recibidor sumido en una oscuridad total. Del interior del piso provenía una gélida brisa. Alguna o varias ventanas golpeaban rítmicamente las unas contra las otras, como parte de una nefasta orquesta. Empujó con sumo cuidado la puerta con la yema de los dedos, y al momento fue abrazado por la negrura. La puerta se cerró violentamente tras de sí. El corazón saltó violentamente de su pecho, con tanta fuerza, que pensó que lo perdería. Instantes después un perturbador sonido llamó poderosamente su atención. Era un tintineo metálico, totalmente acompasado. Atravesó el pasillo, intentando no hacer ruido. Una voz interior le susurraba que no pronunciase una sola palabra. El sonido fue creciendo en intensidad, o tal vez él se estaba acercando a su fuente. Había luz en la cocina. No de la lámpara de techo, sino una mucho más tenue, como la de una vela. Vio las sombras de dos personas a través del cristal de la portezuela, una sentada con las manos extendidas hacia arriba, y la otra arrodillada junto a la primera. La puerta al abrirse chirrió ruidosamente, poniendo los pelos de punta. Una mirada abrasadora le escrutó, dejándole helado. Los ojos que le examinaban eran oscuros y penetrantes. Sin embargo, no eran desconocidos. Eran los de su padre. Al ver a su madre esposada a la manilla del frigorífico sintió una gran presión sobre los hombros, que le hizo caer de rodillas. Ella tenía la cabeza gacha, y su cuerpo presentaba una gran flacidez. Parecía inerte. Lágrimas húmedas empaparon sus mejillas, encogiendo su pequeño corazón y oprimiendo sus pulmones con gran fuerza. 

—Llegas tarde, chico —anunció una voz gastada—. Aunque aún podrás despedirte de tu madre, chaval.

—¡Nooooooo! —El grito fue tan desgarrador que hasta los cristales temblaron. Sin pensarlo dos veces se abalanzó sobre él, golpeándole con ambos puños, con lacerante furia durante largo tiempo. Fue en vano. Recibió un fuerte empujón que le lanzó contra la pared. Su espalda se dobló a causa del impacto, pero no gritó. Sentía mucho frío. La brisa aumentaba su intensidad a cada instante, arrastrándole violentamente por el suelo de la cocina. Intentó aferrarse al momento, pues sentía como su consciencia se desvanecía.

—Aguarda, chico. Aguanta unos instantes. No quiero que olvides esto.

Sus ojos no querían permanecer abiertos, pero había algo que le impedía cerrarlos. Deseó apartar la mirada, pero se encontraba paralizado. No podía moverse ni un ápice. Una mano desapareció en la oscura chaqueta del agresor, para reaparecer momentos después portando un arma. La pistola era grande y negra. Emitía destellos brillantes en la penumbra, y su único ojo le escrutó amenazadoramente. Apretó los puños esperando la detonación, pero no estaba destinada a él. La mano de su padre se movió con rapidez y mediante un ruido sordo sesgó la vida que le había otorgado la suya. El dolor era tan intenso, que lo sintió gritar en lo más profundo de su cerebro. No supo discernir si era su madre la que chillaba o solo era él. Deseó que su madre estuviese ya muerta. Prefería pensar que no había podido hacer nada. Las fuerzas le abandonaban definitivamente. Lo ultimo que oyó fue la risa de su padre llenando la ensangrentada cocina>>.



La garganta le ardía terriblemente, pero no por eso dejó de besar la botella con verdadera pasión. El bourbon se deslizaba como un riachuelo a través de su garganta. Una corriente en la que deseaba ahogarse, perderse para siempre. Las botellas vacías se amontonaban por el suelo, como esparcidas en un vertedero. Jonk sabía que no debía precipitarse. Debía esperar al momento adecuado, si quería controlarlo todo. El holandés rio despreocupadamente. En su vida completamente carente de control, ambicionaba retomarlo para poder cometer un acto caótico. Lanzó la botella de vidrio contra una pared. Miles de fragmentos se deslizaron por el piso. A Jonk se le ocurrió una analogía entre esos pedazos y su vida. Todo estaba roto, inerte e inservible. Llevaba media vida bebiendo para olvidar recuerdos como el que había regresado hacía unas horas, y que su mente se obstinó en enterrar durante más de treinta años. Irónicamente, ahora que su final se acercaba a pasos agigantados, volvían a él, como si quisieran marcarle. Recordó su estancia en el inmundo orfanato. Sintió nuevamente los golpes de los otros niños, sus palabras hirientes como el acero, y la desesperación que le dominaba al ser siempre ignorado por la clientela del centro, dispuestos a ahogar sus frustraciones a cambio de un puñado de Florines. Recordó como vagó por las sucias callejuelas de Rotterdam, robando, mendigando, y vendiendo droga a cambio de comida y un techo donde dormir. A medida que viajaba al ayer sentía una punzada de dolor, que solo mitigaba bebiendo. Así había sido siempre, y así seguiría siendo hasta que llegase el momento. Cerró los ojos y buscó en uno de los bolsillos de sus pantalones. Sacó un pequeño frasco de color blanco, herméticamente cerrado con una tapa roja. Dando tumbos se arrastró hasta el aparato de música y lo encendió. Los dedos bailaban con frenesí intentando sintonizar algo agradable, pero en vano. La radio solo vomitaba ruidos tal como él expulsaba efluvios. Sintió como su cerebro latía acompasadamente, siguiendo el ritmo que marcaba su corazón. La vista se le nublaba por momentos, amenazándole con retornar a la negrura. Jonk apretó los puños, dominado por una rabia nacida de un lugar ignoto. El momento había llegado. No debía, no podía desfallecer. Tal vez no conseguiría el valor para hacerlo de nuevo. Siempre había sido un timorato. Se conjuró para no errar.

Sus piernas no querían desplazarse, pero las obligó. Tras varios intentos agarró la pequeña manilla y tiró de ella. Las botellas se movían. No lograba retener las imágenes, que le asaltaban con violencia entremezclando sus recuerdos enterrados en lo más profundo de su subconsciente. Las bebidas levitaban y orbitaban a su alrededor, cambiando de formas y colores aleatoriamente. Su mano acarició el frasco, que estaba caliente al contacto. Sus aturdidos ojos veían como en la superficie desnuda aparecía una calavera de cuencas vacías. Su cuerpo se estremeció, y retrocedió un paso.

—Es una ilusión... —afirmó con vehemencia—. Solo otra alucinación provocada por el alcohol. Nada más y nada menos.

Con determinación abrió el tapón y observó su interior. Estaba medio vacío. Sus párpados pesaban toneladas, pero se obstinó en mantenerlos abiertos. Sería suficiente. Vació todas las pastillas en su mano, y fue tragándoselas una por una, ayudado por su viejo amigo Jack. A los pocos minutos perdió la cuenta de las que había ingerido. ¿Diez? ¿Quince? ¿Tal vez veinte? Fuertes arcadas le sobrevinieron. Jonk se tapó la boca para no vomitar, y gracias a su fuerza de voluntad lo consiguió. Su cuerpo se hacía gradualmente más pesado, y al no poder soportar por más tiempo el dolor de sus piernas cayó de bruces sobre el parqué. Unos cristales le pinchaban la garganta, y cada segundo le era más difícil respirar. El holandés sonrió con gran satisfacción.  Lo había logrado.

El dolor era lacerante, pero Jonk le dio la bienvenida. Intentó llevarse a la boca otro trago de bourbon, pero no pudo. Estaba totalmente paralizado. Su mente fue sumergiéndose en un caos total. Vio sobre él a su madre, aunque segundos después desapareció. La risa de su padre resonaba en sus oídos. Corría por las calles de Ámsterdam con desesperación, mientras comenzó a llover. No agua, sino basura. Comida podrida, muebles rotos, jeringuillas, bolsas de droga... 

Se esforzaba en no ser tocado por estas precipitaciones nauseabundas, pero siempre era derribado por algo. Cada vez que intentaba levantase, algo lo arrojaba al suelo. Vio como un gran piano de cola negro caía hacia él. Intentó moverse, pero estaba demasiado cansado. La sombra del instrumento iba haciéndose cada vez mayor. Su boca se abrió para gritar, pero de su garganta no salió ningún sonido. El escenario cambió de nuevo. Iba ataviado con un smoking y se encontraba sentado en una silla lujosa de largo respaldo, mientras observaba las evoluciones de decenas de personas en un gran salón de baile. Paulatinamente su cerebro recibía unas dolorosas punzadas. Su vista se oscurecía y por unos segundos tan solo percibía estática. 

La música de Bach flotaba por el salón, pero Jonk la oía distorsionada, como si los instrumentos de la orquesta estuviesen desafinados. Algo le impulsó a acercarse a la pista. Un sinnúmero de parejas se movía siguiendo la música, pero había algo extraño. En sus rostros no existía color. El pigmento había dejado su lugar a un blanco-negro inquietante. Los bailarines se movían como marionetas, pero, ¿quién manejaba sus hilos? Las notas chirriaban como una cadena sin engrasar, y ahora apenas podían desplazarse sin tropezar. Jonk miró hacia el suelo. No llevaban zapatos. Danzaban descalzos, revelando unos pies inhumanos. Eran grandes y deformes, de color rojizo y coronados por unas uñas largas y afiladas del color del fuego. Por eso tropezaban continuamente. Los interludios a la pantalla estática aumentaban su frecuencia a medida que se intensificaba el dolor. 

El dolor. Era la única sensación que el cerebro de Jonk identificaba con claridad. Todo lo demás estaba envuelto por una capa de confusión y delirio. Una figura se acercó a él desde el centro del salón. Llevaba un vestido de noche excepcionalmente largo de color carmesí, que arrastraba por el suelo. A Jonk le pareció que flotaba sobre el mismo, aunque no hubiese apostado por ello. Sus sentidos estaban patas arriba. Ella le cogió de una mano y le instó a bailar. Se dejó llevar por ella pues sus oídos continuaban percibiendo un ruido ensordecedor. Su corazón dio un vuelco cuando reconoció a su mujer. Estaba distinta. Parecía más joven, como si tuviese veinte años. El holandés cerró los ojos, intentando disfrutar del momento. No en vano la conoció en un baile, pero no en un salón elegante, sino en una discoteca del centro. Todo parecía distorsionado. Sintió un pellizco firme en el brazo. Los ojos de ella lo escrutaban con malicia. No eran verdes como recordaba, sino rojos. Su tez había pedido el color. Titubeando miró al piso, y constató lo que temía. Se aparto de ella bruscamente, aunque no fue capaz de dejar de mirar la transformación que estaba ocurriendo en... ¿su mujer? 

El vestido se rompió por detrás debido al empuje de unas alas membranosas, al tiempo que el resto de su cuerpo crecía a ojos vista. Su rostro cambió por completo asemejándose quizá al de un murciélago, cuya boca se abría continuamente mostrando unos afilados colmillos amarillentos. Jonk se estremeció mientras unos ojos inyectados en sangre lo observaban con voraz apetito. Un estallido de dolor le golpeó en la cabeza, arrojándolo hacia atrás. Sintió como la estática le comía el cerebro e instintivamente luchó para evitarlo. Su entorno cambió nuevamente. Se encontraba sobre una verde colina, situado en medio de un circulo de dólmenes. Había dibujado un circulo con extraños símbolos dorados, que a Jonk le resultaron vagamente familiares. El dolor había desaparecido. Se palpó la cabeza. El tormento había remitido por completo. Su mente fue despejándose poco a poco. Aquello le llevo a una desorientación mayor. Se levantó despacio y miró al cielo. Era de noche, y lo que vio le dejó petrificado. Había tres lunas. Tres.

¿Por qué no había muerto?, pensó desesperado. ¿Qué había ido mal? Y lo más importante, ¿dónde estaba? El aire era frío. El vello se le había erizado, y pronto se encontró temblando sin control. A lo lejos se oyó un chillido desgarrador, de naturaleza inhumana. Surcando los oscuros cielos una inmensa forma alada descendía lentamente hacia él. Batía sus alas con fuerza, apresurándose en recorrer la distancia que los separaba. Resaltaba como una macha de sangre en una sabana. Las lunas reflejaban su luz sobre el ente, dotándole de un aspecto terrorífico. Jonk no se movió ni un ápice. Dudada de lo que veía, de lo que sentía e incluso de su propia existencia. Cerró los ojos mientras la bestia se acercaba. 

—«Dicen que si mueres soñando, no vuelves a despertar» —pensó esperanzado, al tiempo que apretaba los puños, pues sabía que la fuerza del impacto sería tremenda. Por alguna razón, tras haber pasado toda su vida subyugado, no quería afrontar su anhelado final de rodillas. Volvió a mirar al horizonte. El demonio estaba cerca. Puede que solo le quedasen dos minutos de vida. De pronto le sobrevinieron unas fuertes arcadas, y tuvo que vomitar. Él vomitó apestaba a whisky—. Mi gran y viejo amigo Jack.

Sintió un fogonazo que lo cegó. Una bruma lo envolvió, dejándolo como una criatura recién nacida. El cielo lloraba. Los relámpagos surcaban los cielos, pero él no podía verlos. El viento lo mecía de un lado a otro con violencia, derribándolo una y otra vez. El dolor había regresado. Inmenso, atroz, como jamás había experimentado. Sintió el fuego comiéndole las entrañas, lamiendo sus partes vitales. Besó el suelo, implorando por el fin de su agonía, pero aquella se prolongaba por momentos. Un potente estruendo tuvo lugar a escasos metros de él. La bestia rugió. Su grito fue tan poderoso que la tierra tembló. La bruma se disipó como por encanto, permitiendo a Jonk observar a su verdugo...

—Dios mío...

Frente a él no se hallaba la gran bestia que esperaba sino una figura menuda. Una mujer. La reconoció al instante. Jonk la miró con frialdad. Ella se aproximó dando pequeños pasos. Llevaba un elegante traje de noche negro, y su pelo caoba recogido. Sus ojos verdes eran tan profundos como el océano, y al observarlos una miríada de recuerdos le invadieron. El antiguo contable no dijo nada, aunque su corazón latía apresuradamente, y no estaba del todo seguro del motivo. Anna le sonrió con complicidad, como cuando...

Jonk gritó con una fuerza desgarradora.

—Querido, ha llegado el momento —dijo ella con suavidad.

 Le cogió de la mano y se la besó. Vio como sus labios acariciaban su mano, pero sabía que aquello no era real. No los sentía. Todo había desaparecido. Un vacío blanco los rodeaba, privándoles de toda sensación. La verdad. La realidad tenía el poder de acabar con todas las ilusiones, con todos los espejismos y alucinaciones. Era el fuego blanco que había sentido, y al que trató de resistirse con una fuerza nacida del instinto más primario: el de supervivencia. Sin embargo, conocerla no lo había hecho más feliz. Si cabe, más afligido. 

—¿Por qué? —acertó a preguntar.

—En realidad acaba de ocurrir, Jonk. —Anna le miraba con compasión—. Pensaba que era eso lo que querías...

—Así era —reconoció él—. Tal vez solo añoramos la vida que no tenemos.

—Ocurre siempre. 

Jonk besó a su mujer en los labios, y se dio media vuelta. Sabía que debía completar el camino él solo. Una carretera se materializó ante sus ojos. A lo lejos, un gran arco de grandes dimensiones le esperaba. Volvió la cabeza, pero Anna ya no estaba allí. Quizá nunca lo estuvo. Caminaba despacio, temeroso de dar el próximo paso. ¿Acaso no era lo que quería? Ella murió junto a su amante y no pudo soportarlo. Jonk sonrió con timidez. Al final el alcohol lo había acabado matando. No la locura. No el anhelo de una imaginaria muchacha. No una bestia salida del infierno. Se le había concedido una oportunidad, pero no había sabido aprovecharla. Quizá si su rencor no hubiese sido tan profundo, si su amargura no hubiera sido tan grande, hubiese podido vivir. Le había faltado valor para enfrentarse a sus demonios. Finalmente llegó al gran arco. No poseía adornos, ni reclamos. Más allá de él solo se percibía oscuridad y un frío intenso. Pensó en todo lo que creyó que le había sucedido, pero que solo imaginó. Sonrió ante su portentoso delirio, y avanzó en línea recta hacia delante. Momentos antes de traspasar el umbral, miró hacia atrás, y aunque nadie podía oírle, dijo:

—La cobardía. Esa ha sido mi maldición.

 
         


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